La memoria de un Palacio
Paula Camila O. Lema

La memoria de un Palacio

Palacio de Bellas Artes. Gabriel Carvajal, s.f.


En ese edificio un poco exótico que se levanta en la esquina de la Avenida La Playa con la carrera Córdoba siempre se escucha música: las notas de un piano, un violín, un contrabajo, un clarinete, una voz. Rondan sus salones niños, adolescentes y adultos: aprendices de música y pintura, artistas en ciernes; maestros allí formados desde la infancia que decidieron quedarse y ahora educan a nuevas generaciones; recuerdos de recitales, nacimientos y decisiones: memoria artística y cultural de un pueblo devenido en ciudad hace ya muchos años.

A ese edificio, sede de tres instituciones, le dicen Palacio. Declarado Monumento Nacional en 1996, pusieron su primera piedra el 7 de agosto de 1926. Nel Rodríguez, el arquitecto que lo diseño ad honorem, acababa de llegar de estudiar en Estados Unidos y Europa. Era muy joven, pero era nieto, hijo y hermano de arquitectos y ya trabajaba en la empresa de su familia, H. M. Rodríguez, la oficina de arquitectura más importante de la ciudad durante las primeras décadas del siglo XX.

Ese edificio color hueso no solo es patrimonio por su estilo republicano con ribetes Art Decó, ni por su fachada con torreones y su cúpula octogonal, ni por ser muestra representativa de la arquitectura moderna que empezó a imponerse en la naciente ciudad a principios del XX. De hecho, dicen que a Rodríguez, quien años después diseñaría algunas de las edificaciones más importantes de Medellín y del país, no le gustaba esa muestra temprana de su talento que rara vez se incluye en los inventarios rápidos de su obra.

Ese edificio, imponente y anguloso, también es patrimonio porque hace casi noventa años es sede de la Sociedad de Mejoras Públicas, organización cívica fundada en 1899 por Carlos E. Restrepo –quien años más tarde se convertiría en Presidente de la República– y el fotógrafo Gonzalo Escovar, siguiendo el ejemplo de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá creada un año antes. Gracias a la tradición asociativa de los notables de Antioquia en torno a diversas causas –desde la construcción de iglesias hasta la celebración de fiestas religiosas–, con los años la SMP superaría a su homónima capitalina y se convertiría en referente del país y de América Latina.

Conformada por lo más selecto de la élite de Medellín –políticos, intelectuales, comerciantes, empresarios–, su causa fue el “el evangelio del civismo”. Durante su esplendor, en las primeras décadas del XX, fue la máxima autoridad en materia de planeación y urbanismo, cuando la municipalidad todavía no se apersonaba de esas labores y, en medio de convulsiones políticas, toda oficina pública era susceptible de convertirse en botín partidista. Como afirma Carlos Vélez, comunicador de la institución, “hubo decisiones que tomó la SMP que hoy es impensable que tome una organización privada”.

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Palacio de Bellas Artes. Anónimo, 1940.


Fue la SMP la que veló por el ornato y la higiene, administró parques y jardines públicos, sembró árboles, embelleció fachadas, instaló bancas, estatuas y monumentos, supervisó obras públicas y en algunos casos las gestionó y ejecutó. A su labor debe la ciudad la organización del acueducto, el Bosque de la Independencia (hoy Jardín Botánico), el aeropuerto local, la canalización del río Medellín, el Museo de Zea (que más tarde se convertiría en el Museo de Antioquia), el zoológico, la Biblioteca Pública Piloto, el Hotel Nutibara, el Teatro Pablo Tobón Uribe, amén de otras obras que historias más extensas enumeran en detalle. La oración que daba inicio a sus reuniones resume su razón de ser: “Haz, señor, que con la fe y el civismo reine la paz entre los Hombres y se consolide una sociedad más justa y mejor”.

Durante sus primeros treinta años la Sociedad sesionó en las oficinas y casas de sus miembros, en locales prestados y arrendados. Solo hasta 1925 obtuvo del gobierno municipal la promesa de un lugar, que un año después se concretó con la cesión de un terreno en el cruce de la carrera Córdoba con la Avenida Derecha –como se conocía entonces ese lado de la quebrada Santa Elena, todavía descubierta–. Construido gracias a una contribución del Congreso de la República, donaciones y “suscripciones” cívicas, el Palacio fue ocupado en 1928, todavía en obra negra, por la SMP y el Instituto de Bellas Artes, que la misma Sociedad había fundado en 1910 como Escuela de Música, Pintura y Escultura.

Lo que convocaba a los ricos de la época, además de la higiene y el ornato, era la cultura: el teatro, la ópera y la zarzuela de las compañías extranjeras que habían empezado a llegar a Medellín desde finales del XIX, la prensa y las revistas literarias, los clubes sociales que fomentaban las bellas artes. Por eso crearon el Instituto, que comenzó con dos profesores –el pintor Francisco Antonio Cano y el músico español Jesús Arriola– y 150 estudiantes. Cuando trasladó sus clases al Palacio sin terminar, ya se había convertido en centro cultural, y en la institución más importante para la enseñanza artística en Antioquia.

La mitad de ese edificio de tres pisos en el ala norte y dos en el ala sur es la Sala Beethoven. Diseñada como un espacio para conciertos –el más antiguo que se conserva en Medellín–, es, en palabras de Vélez, “la joya de la corona”: el lugar más conservado del palacio, el que alberga casi toda la memoria de esa institución por la que han pasado los más virtuosos artistas y músicos de Antioquia. Fue en el Instituto donde se formaron Teresita Gómez, Harold Martina y Blanca Uribe, maestros de piano; fue en la Sala Beethoven, con su cúpula y perfecta acústica, donde temblaron de nervios antes de sus primeros recitales. Fue allí donde nació RCN Radio, donde se grabaron durante muchos años Las aventuras de Montecristo, donde surgió la escuela de declamación cuando ese talento todavía importaba. Es en sus ventanas tapiadas donde aún se exhiben los ocho óleos de Eladio Vélez, el patrimonio más importante del Palacio, bucólicos paisajes de los alrededores de Medellín que el artista pintó en la misma sala en 1936, el mismo año en el que terminaron de construir el edificio, el mismo año en el que la sala fue bautizada como el músico alemán por el bronce que donó el filántropo antioqueño Diego Echavarría Misas (quien también donó el primer piano).

Dicen que por esa sala pasaron Celia Cruz y Daniel Santos. Y algunos estudiantes y docentes de la institución, dedicados a recuperar los programas de mano para confirmar la tradición, afirman que también Daniel Barenboim y Claudio Arrau tocaron allí. Sin contar a Carlos Vieco y al compositor Blas Emilio Atehortúa, quien se formó allí y, al igual que Teresita Gómez y Harold Martina, fue docente.

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Palacio de Bellas Artes. Digar, 1967.


Ahora el edificio también alberga a la Fundación Universitaria Bellas Artes, creada en 2006 para ofrecer pregrados de Música, Artes Plásticas y Diseño Visual, y los estudiantes se reparten entre el Palacio –donde aún se imparten las clases de música y algunas de pintura– y una sede alterna construida entre 1993 y 1994 en la esquina de la calle Ayacucho con la carrera Cervantes.

Desde los cuarenta del siglo pasado, cuando la administración municipal asumió por completo la planeación de Medellín, la SMP, venida a menos, pasó de hacer a promover, pero aún pertenece a varias juntas directivas y comités ciudadanos. De las instituciones que creó, el Instituto de Bellas Artes y el Zoológico Santa Fe son las únicas que todavía administra.

En el Palacio, parcialmente restaurado en los años ochenta, se conserva intacto el mural que pintó Ramón Vásquez, quien fuera estudiante y docente, desde el cual saludan algunos de los personajes más trascendentales –pintores, escultores, caricaturistas, músicos– de la historia del arte y del Instituto: Rafael Sáenz, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez, Ricardo Rendón, Horacio Longas, Carlos Vieco, Pietro Mascheroni, la misma Teresita Gómez, entre otros.

Del salón con parqué y espejos donde el lituano Kiril Pikieris fundó la primera escuela de Ballet de la ciudad no han podido desterrar el olor a humedad provocado por la quebrada Santa Elena, que corre paralela, en cuya cobertura tuvo tanta incidencia la SMP. En la sala donde se reunió la junta durante años, bautizada Antonio J. Cano por el poeta y socio, ya no velan a los directivos difuntos, pero permanece el estrado de presidentes y vicepresidentes. Inundada por el ruido de carros y bocinas, la Sala Beethoven ya no es lo que era, pero todavía se celebran alrededor de 140 conciertos al año, además de recitales de poesía, charlas, conferencias, cine todos los viernes.

Pero ese edificio un poco exótico conocido como el Palacio de Bellas Artes no solo es patrimonio por aquellos bienes que conserva, sino, sobre todo, por la memoria que guarda, testimonio de una tradición formadora de artistas casi desde la cuna. “La sala Beethoven se quedó en el pasado. Las personas que entran sienten como si aquí se les hubiera quedado parte del alma”, dice Carlos Vélez. Es patrimonio la nostalgia que golpea a esos músicos ya viejos que vuelven, muchos años después, al escenario donde dieron su primer recital; es patrimonio la emoción que los embarga, las lágrimas que por momentos asoman, como esa vez que fue Pedro Nel Arango, el clarinetista, y recordó que en ese cubículo que ahora lleva una placa con el número 201 era donde había aprendido solfeo.

Y son patrimonio, también, los logros y hazañas de los estudiantes que han pasado por sus aulas, formados en la férrea disciplina musical, que en tantas ocasiones han elegido la música como su vida sin que medie presión de maestro alguno. Como dice Gloria Patricia Pérez –estudiante del Instituto desde los doce años, docente de piano ahora que tiene 42–, “Bellas Artes es como la casa del arte para Medellín, acá todo el mundo tiene cabida”.

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