Iglesia de Jesús Nazareno. Horacio Gil, s.f.
En sus primeras épocas, la iglesia de Jesús Nazareno gozaba la merecida fama de ser la más fea de la ciudad. El tiempo, la permanencia, qué sabe uno qué devenires urbanos le fueron dando una cierta prestancia. Sigue siendo fea, pero menos.
Por allá en los años 50, el Indio Duarte, un argentino que recitaba poemas gauchos en la radio, montaba en los diciembres en una nave de la iglesia un enorme pesebre, dotado de movimiento; los arroyos corrían, los pastores movían cabeza y brazos, las vacas agitaban las colas. En esos años felices, aquel montaje causaba asombro, y el templo se llenaba de curiosos. Después el Indio desapareció, y con él su pesebre, precursor entre nosotros de los efectos especiales. Nadie, que yo recuerde, recogió su legado.
Justo al frente de la iglesia, en el remate de la carrera Carabobo, había una serie de ventorrillos y cafeterías, con mesas dispuestas en la acera. La especialidad de una de ellas eran los chicharrones: crocantes, secos, libres de grasa y con muchas bisagras; su fama trascendió fronteras, y los fines de semana acudían al lugar compradores de todos los barrios. Eran tiempos mejores: no se venden hoy en Medellín chicharrones como aquellos. La fórmula, como la del pesebre del Indio, se perdió para siempre.