Estas páginas en memoria de Luis Fernando el Mono Upegui y Francisco Guillermo Trujillo, Trujo, dos de los fundadores de El Guanábano, que hoy deben seguir tomando trago en otras dimensiones. El Mono Upegui y Trujo, fueron dos artistas de la plástica y las letras que se gastaron todo su genio en la vida y nos legaron como obra un bar sin parangón, un epicentro de dignidad en pleno corazón de Medellín, donde confluyen por igual los habitantes de Otrabanda y el Poblado, de Enciso, La Toma, Buenos Aires, Manrique y los barrios Populares
"Emborrachémonos muchachos", decía Luis Fernando Upegui y sus correligionarios literalmente se bebían esas palabras hasta que la borrachera se convirtió en sacramento. Un sacramento diario. Que exigía además un enorme sacrificio. No es tan fácil. Se requiere cierta vocación de mártir para recibir sin desesperarse cada nuevo día enguayabado.
Pero eso era lo que les gustaba. Andar la calle de noche en el centro, emborracharse, espolvorearse un poco la nariz y botar corriente, hasta que los echaban de todas partes.
La farra podía comenzar en la tienda de don Lao, al frente del Sinfonía, donde por lo general no se quedaban mucho. Porque cerraban más temprano y porque don Lao sufría mal de san vito y se empeñaba en atenderlos personalmente y entre el mostrador y la mesa, el aguardiente llegaba medio.
Entonces seguían unas veces por Sucre hacia el Viejo Baúl, otras por La Playa hacia El Tropezón, el Jurídico o La Arteria; otras bajaban por Bolivia y cerca a Palacé se quedaban un rato en El Serenata. Pero a donde fueran invariablemente los echaban poco antes de las doce de la noche y de donde estuvieran les tocaba ir a rematar Donde las águilas se atreven, pero hasta de allá los echaban, porque los amigos del Mono Upegui querían seguir bebiendo y hablando mierda y en los 80 en Medellín pasar bueno estaba prohibido por los curas, los editorialistas de El Colombiano, los militares, los policías, los papás, los agentes del malhadado Departamento de Orden Ciudadano –DOC– y buena parte de los vecinos de la parroquia. Si en estos tiempos de globalización, Internet y posmodernismo todavía joden como joden ¿cómo sería entonces?
De manera que la galladita terminaba siempre empinando el codo en las calles y en los parques o se refugiaba en la casa de Gloria la Monita Uribe, atendiendo la inocente necesidad de seguir bebiendo.
Quienes hayan caminado la noche por el centro de Medellín, seguramente ya sabrán que además del Mono Upegui y la Mona Uribe, esta cofradía tenía entre sus más eximios devotos a Francisco Guillermo Trujillo, Trujo; a Jhon Jaramillo y Jose Mesa.
Y de arriba abajo por estas calles de Medellín que entonces todavía no eran tan peligrosas, a este think tank de borrachitos se le ocurrió la idea genial de montar un bar, abrir una taberna, volverse dueños de una cantina. Siendo dueños del rancho –se decían–, al menos por un tiempo nadie podría echarlos y habría trago y ocasión de alargar la rumba cuanto les diera la gana.
Así fue como nació El Guanábano.
Gato con longaniza
El Mono Upegui celebra el primer año en 1991
El mito cuenta que una noche, la última noche en que funcionó La Arteria, poco antes de que convirtieran aquella casa de estilo republicano en un ordinario parqueadero, nuestra noble cofradía se vino a rematar al Parque del Periodista y entre copa y pase vieron un local pintado de amarillo, donde hasta hacía poco había funcionado hasta que quebró El pollo farsante. Y en la puerta, como una invitación etílica, el letrerito de SE ARRIENDA.
Pero no hay tal. Hay algo de verdad en esa historia, pero fue antes de que se acabara La Arteria y después de mucho tiempo de andar con la ventolera de montar una cantina y por decirlo así, independizarse como tomatragos, cuando en el mismo parque y en la misma acera vieron el letrero y el Mono Upegui vio la ocasión de concretar el sueño. De seguro el Mono les dijo "emborrachémonos muchachos" y se fueron a celebrar a alguna parte, mas lo cierto es que la decisión estaba tomada desde hacía rato y nuestro intrépido equipo de beodos se puso manos a la obra.
Al otro día no sé si madrugaron mucho pero se levantaron con los arrestos suficientes para fundar ante la Cámara de Comercio la sociedad "Gato con longaniza", nombre seleccionado por una gentil sugerencia de Trujo, a quien le cabía la plena seguridad de que un bar administrado por alcohólicos duraría tanto como el minino de marras. Y está bien que así sea todavía, pues dada la reputación de sus socios, nada como un gato amarrado con longaniza para ser el representante legal de este sui generis lugar de diversión.
Con esa razón social pasaron los papeles y de fiadores quedaron la mamá del Mono y Juan Botellas, un hermano de Jhon y se sentaron a esperar, supongo mientras bebían. Pero nadie llamaba. Cada tanto iban a espiar en el parque, a ver si es que ya habían ocupado el local, pero no. Allí seguía el letrero y la Mona Uribe cada que pasaba lo arrancaba, no fuera que alguien más se antojara y les robara la idea.
Hasta que un día el dios Baco o algún ángel caído los socorrió y en la agencia resolvieron firmar contrato.
–Era un hueco horrible –recuerda la Mona–, pero tan pronto nos entregaron las llaves pa acá nos vinimos.
–A barrer y a hacer aseo –le pregunté, inocente.
–Nosotros qué íbamos a barrer. ¡Nos emborrachamos!
***
Dada la reputación de sus socios, nada
como un gato amarrado
con longaniza para ser el
representante legal de este
sui generis lugar de diversión.
La importancia de llamarse El Guanábano
El chuzo tenía cielo raso, papel de colgadura y la mugre acumulada de varias generaciones de pollos farsantes, pero estaba en el centro, frente a un pequeño jardín que a comienzos del siglo XX era un referente local por un guanábano que durante varias décadas identificó el parque de Girardot con Maracaibo, mucho antes de la llegada de don Manuel del Socorro Rodríguez a sus predios.
El Guanábano, como la tienda de abarrotes que por años funcionó donde ahora está el edificio Santa Teresita. Allá vendían carne, grano, frutas, legumbres y por supuesto guaro.
–¿Cuánto tardaron entre la entrega del local, los arreglos y la apertura?
–Esto no lo hemos terminado de arreglar –responde la Monita–. Y en eso el bar no me falla: siempre hay algo que está mal. O se daña el equipo de sonido o aparece una gotera en el techo o se acaba el trago. Y siempre, cada noche, hay alguno que no paga. Y otra cosa que no falta: un gato. Hubo dos Ñauricios que bebían con los clientes y desde hace tiempo por este bar anda su verdadera dueña, Gatiana, que está por cumplir 18.
El Guanábano. Y así se quedó. Y con ese nombre abrieron un martes 17 de abril de 1990 y desde ese mismo día el parque y el sector cambiaron para bien o para mal y para siempre.
Para algunos –los curas, los editorialistas de El Colombiano, los militares, los policías, los papás y buena parte de los vecinos de la parroquia– fue por culpa de El Guanábano pero no hay tal.
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La narco guerra de los extraditables
Julio Pinilla y la Monita en los 20 años del bar
Recién en Colombia salíamos de varios intentos de cese al fuego con la guerrilla, tiempos en los cuales el combate no disminuyó ni un ápice, pues mientras más repetían presidentes y ministros que las tropas oficiales no bombardearían el proceso, con más ganas los generales y la oficialidad se pasaban por la faja las órdenes de sus comandantes civiles y aumentaban la presión estratégica sobre los frentes guerrilleros y continuaban la persecución de las columnas en los distintos teatros de operaciones. Y mientras más aseguraban los jefes del secretariado de las Farc y del comando central del ELN que ellos repudiaban el secuestro y la extorsión, pues más duros se ponían los jefes de finanzas de frentes y columnas con los empresarios y hacendados que vacunaban y con los oligarcas que habían tenido la desgracia de caer en sus garras.
Por encima de la mesa todo sonrisas y buenos modales y por debajo todos frunciendo garabato y haciéndose pistola. Y por sobre militares y guerrilleros —que se disputaban a fuerza de bellaquerías el honor de representar el bando de los buenos— como otra bestia desatada, se fue encumbrando el fantasma de la guerra que le declararon al universo mundo Pablo Escobar y su extraditables, una confrontación de proporciones faraónicas para un propósito tan irrisorio y con una disculpa tan pendeja, una imbecilidad condenada al fracaso que adquirió visos de hecatombe y que oscureció la vida en Medellín por muchos años y que aún hoy se cierne como una sombra negra en nuestra historia, nebulosa y errática, cubriendo con su manto de impunidad un insultante y farragoso catálogo de infamias.
En ese contexto de guerra y confrontación nació El Guanábano y ese simple punto de encuentro de amigotes que abrieron un chuzo para beber tranquilos, se convirtió por arte de birlibirloque en el sitio de moda en Medellín en los 90, en parte porque se acabaron La Arteria y El Tropezón, El Jurídico y el Serenata, en parte porque mientras el resto de la ciudad se hundía en los tremedales de las masacres y las bombas, el Parque del Periodista se convirtió en un pequeño remanso de respeto y tolerancia, donde cada quien podía ser y expresarse sin cortapisas, descontando los baculazos de los curas y de los editorialistas de El Colombiano y la asechanza siempre omnisciente de la policía que nunca falta a la hora de acabar la diversión por intento de sospecha.
Sin embargo, y pese a que ni en los momentos más duros de la narco– guerra El Guanábano cerró sus puertas, nunca fueron objetivo de los locos de todas las pelambres que andaban armados por Medellín, rezumando odio y disparando con regadera.
Solamente una vez un tipo entró al bar, saco un arma y disparó al aire. Pero los clientes ni se inmutaron. Lo miraron feo y al hombre le tocó irse.
En otra ocasión llegaron varios camiones del Ejército y todo un pelotón de soldados acordonó el lugar. Los militares se quedaron varias horas, mirando. Hasta que se aburrieron y se fueron con su música para otra parte.
El Guanábano era por demás un lugar diferente a cualquier otro rumbiadero de Medellín, donde la barra (armada sobre andamios con comino crespo de demolición) podía encontrarse al fondo, a un lado o en la puerta, donde ni las sillas ni las mesas eran iguales, porque eran traídas de las casas de los socios o prestadas por los amigos.
El Mono Upegui se encargó de estar permanentemente cambiando el decorado y desde entonces El Guanábano ha sido lienzo para el arte efímero, para el graffiti y la libre expresión de artistas y beodos.
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Pongámonos serios
Jhon
–¿Cómo era la administración del negocio?
–Nadie administraba –responde la Monita.
–Pero tuvieron tiempos de vender millones en un fin de semana. ¿Qué hicieron esa plata?
–Nos la bebimos.
John Jaramillo asegura que esa plata además se fue en paseos, en los tenis Adidas que se permitían los socios cada tanto, en los restaurantes finos a donde iban cuando cumplían años, y en otros vicios. Al fin de cuentas, jamás estuvieron interesados en esa manía paisa de hacer negocio y jamás creyeron que fueran a durar tanto.
–Lo único que crece en las finanzas del Guanábano es la cartera, que está echa con cuero de culebra. Ahí está mi patrimonio –dice la Monita.
Pero entonces, cuando muchos vecinos prefirieron montar tabernas en los alrededores para atender los clientes que no cabían, nadie reparaba en gastos, ni en las invitaciones a los amigos, ni en quién se encargaba de cuál trabajo.
Lo importante era no joder a nadie. Por ahí se veían encuentros de hombre con hombre, mujer con mujer, tríos y otras agrupaciones, pero nadie se molestaba.
Claro que una que otra vez, pese a la firme disposición de no echar los clientes por petardos que fueran, siempre aparecían borrachos que joden mucho y a la Monita le tocaba desterrarlos.
Como a los personajes de cierta revista literaria que cogieron El Guanábano de parche y que después de unos pocos vodkas ya estaban hablando a gritos y quebrando vasos, tumbando mesas y tocándoles la nalga a las muchachas. Toco echarlos. La Mona lo resume con una frase contundente:
–La poesía es una chimba pero los poetas son la cagada.
En El Guanábano no se le para bolas a
nadie y la consigna es que cada quien
puede rascarse las pulgas como a bien
plazca.
Una visión en perspectiva
Desde entonces ha corrido mucho trago. La pequeña ciudad bucólica de eterna primavera se transformó en una urbe calurosa, caótica y congestionada, la vieja moral católica apenas sobrevivió como escapulario para atajar las balas o como Virgen para afinarle la puntería a los sicarios y de esa Medellín de casas bajas y guayacanes no quedó ni el tierrero. Aquí no hay casa o edificio de la colonia o el siglo XIX que perdure, todo se demuele, para darle paso al renovado mal gusto de los paisas, representado en calles estrechas, sin zonas verdes, donde los únicos que tiene derecho de tránsito son los carros.
Hoy, cuando no están ni el Mono Upegui ni Trujo (que se fueron a beber a un bar del Más Allá), El Guanábano mantiene firme su vocación por el respeto y la tolerancia, porque en El Guanábano no se le para bolas a nadie y la consigna es que cada quien puede rascarse las pulgas como a bien plazca.
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Elsa, recordada cantinera
Y después de tres generaciones que han pasado por sus mesas y sus orinales heredados al teatro María Victoria, sigue inmune a la depresión, con la dignidad intacta y, quien lo creyera, con una hoja de vida empresarial sin manchas ni tachones. El único cierre que ha tenido fue por un montaje de la misma tomba que metió a las malas a una muchachita y los acusó de venderle trago a menores, pero la chica resultó ser una estudiante del Colombo Americano, hija de un alto oficial del Ejército, y una vez le hicieron el examen de alcoholemia se comprobó que estaba fresca como una lechuga.
De resto, en estos veinte años, por El Guanábano han desfilado fotógrafos, escritores, comediantes, teatreros, pintores, músicos, pero a la Monita no le gusta citar nombres.
–Yo aquí he conseguido muy buenos amigos y los quiero mucho. Pero esos personajes del arte y la farándula francamente me resbalan –dice.
Como le resbalaron los requiebros de un tal Juan Esteban Aristizábal o como la tiene sin cuidado que El Guanábano sea un referente internacional de la ciudad que ha aparecido hasta en National Geographic. Pero no se trata de un referente como el edificio Coltejer o el Pueblito Paisa, no; más bien como un fenómeno urbano que representa a esa otra Medellín noctámbula y vibrante, auténticamente multicultural y multiétnica, hecha de exóticas tribus y raras cofradías, un bar sin parangón a cuyas puertas, como en los buenos tiempos de Trujo, el Mono y sus amigos, hoy muchos otros podemos decir sin ruborizarnos: "emborrachémonos muchachos".