Quebrada Santa Elena. Fotografía Rodríguez, 1900.
Para empezar, La Toma no es un barrio, es apenas un sector del cercano oriente de Medellín, largo y estrecho como una longaniza porque creció en las franjas de retiro de la quebrada Santa Elena, que allí corre a cielo abierto. Pero es un sector con identidad y una larga historia, que es realmente lo único que tiene. Como Lovaina, La Bayadera, Barrio Antioquia y otros barrios que cogieron ese tono oscuro de callejón y en su tiempo fueron muy nombrados, sobre todo en la crónica roja de los periódicos, y que ahora, como el caminito del tango, son sombras que el tiempo borró.
Porque eso es La Toma: una sombra no más, por la transformación urbana que está sufriendo la zona. La parte baja cambió por completo con la construcción del Parque Bicentenario y la Casa Museo de la Memoria, y la parte alta ha cambiado sus usos y costumbres con la construcción de la estación Miraflores, la más grande del tranvía de Ayacucho y punto de anclaje de uno de sus metrocables. La Toma es otra cosa, solo queda su recuerdo y su mala reputación, que no se quita ni con papel de lija.
Todo empezó con Mon y Velarde
Puente de La Toma. Manuel A. Lalinde, s.f.
La historia de La Toma arrancó bien temprano. Exactamente cuando el oidor español Mon y Velarde ordenó construir la primera acequia que tomó el agua de la quebrada Santa Elena para llevarla a una fuente instalada donde hoy está el Parque Berrío. También hizo construir un puente que un siglo después arrasó la creciente. Se reconstruyó de madera y se mejoró con barandas y techo de tejas, y en sus inmediaciones brotaron fondas donde los arrieros descansaban mientras sus mulas tomaban agua de la quebrada. De ahí el nombre de la zona: La Toma, también llamada Campo Alegre por una famosa cantina donde el poeta Abel Farina compuso sus primeros versos.
Diez cuadras más arriba se construyó la primera hidroeléctrica de Medellín, otro aporte de la Santa Elena al progreso de la ciudad. Los asombrados parroquianos vieron encenderse, como por arte de magia, 150 luces de arco, la misma noche en que ‘Marañas’, popular loco de la época, proclamó su célebre frase: “Te jodiste Luna, de hoy en adelante te vas a tener que ir a alumbrar pueblos”.
En La Toma el cambio se aceleró cuando los hermanos Echavarría, ricos importadores de telas, tuvieron capital para montar una fábrica y producir sus propios textiles, medio kilómetro abajo del puente de madera, al lado de la quebrada. Así nació Coltejer en 1907, con cuatro telares y diez obreros que diez años después ya eran 130.
Hasta ahí llegó la bucólica vida de La Toma, por entonces un caserío de mazamorreros, areneros y señoras que lavaban ropa por encargo; un paraje pintoresco de casas de tapia y bahareque, con charcos cristalinos adonde iban a pasear las gentes de la ciudad. Pero con los telares llegaron los obreros, muchos de ellos forasteros que construyeron sus casas a la vera de la quebrada.
La Toma se fue densificando y expandiendo paralela a la vecina calle Ayacucho, que tuvo tranvía a partir de 1921 y era el eje vial de Buenos Aires, en ese entonces un barrio sembrado de casaquintas y habitado por familias conspicuas; La Toma, con sus casas obreras e inquilinatos, venía siendo el primo pobre de la familia. No en vano allí, en el puente de La Toma, exactamente el 1° de mayo de 1925, un grupo de artesanos, obreros y maestros de obra proclamó a María Cano, célebre líder sindical de entonces, como ‘Flor del Trabajo’.
Algunos caserones eran inquilinatos donde los obreros y obreras pagaban pieza por mensualidades, en una ciudad ya metida de pies y manos en la dinámica del progreso, alimentada por el auge industrial y urbanizador y las migraciones desde los pueblos. Así crecieron Boston por un lado y Buenos Aires por el otro, y nacieron barrios de artesanos y obreros como Villa Hermosa y Enciso.
Los años del tango
Compañía Colombiana de Tejidos en el barrio Buenos Aires. Francisco Mejía, 1937.
Coltejer aprovechó la coyuntura propiciada por la Segunda Guerra Mundial y se modernizó. Para 1945 generaba cuatro mil empleos y operaba 1.900 telares en tres factorías, la mitad en ellos en Coltefábrica, como se llamaba la de La Toma.
Rodrigo Ospina, un niño entonces, recuerda que cuando iba a llevarle el almuerzo a su padre, obrero en Coltefábrica, veía que empleaban a casi todo el que llegaba preguntando por vacantes. Y cuando fue mayor, él tampoco encontró obstáculo. Llegó a la sección de crudos, donde había una ruidosa máquina desmadejadora de algodón. La ‘Diabla’, la llamaban, porque echaba fuego y era peligrosa. Tenía un buen récord de manos cercenadas. Ni el propio administrador de la fábrica se salvó de sus cuchillas. Una vez, mientras intentaba demostrarle al inspector laboral que la máquina no mochaba manos por maldad sino por descuido de los obreros, perdió una mano.
Buena parte de la vida de La Toma giraba en torno a Coltefábrica, y como las vacaciones allí eran colectivas, los diciembres eran fenomenales. Los obreros salían con los bolsillos llenos y cargados de aguinaldos, porque los patrones de entonces, dice Rodrigo, eran paternales, les gustaba hacer de Papá Noel en navidades. También se volvieron costumbre los matrimonios colectivos entre obreros y obreras; veintidós parejas recién casadas llegó a contar Rodrigo en un diciembre. Los bailes se multiplicaban y las casas se abrían para que entrara todo el que quisiera, y en El Hoyo de Misiá Rafaela, un callejón ciego por donde ni hoy pasan carros, las verbenas en las noches de las velitas eran multitudinarias.
El puente de La Toma era otro epicentro de encuentros, pero ya no de madera sino blanco, de cemento armado, porque debía soportar los buses de escalera que prestaban servicio público en la zona. En sus esquinas estaban los bares más animados, de tangos en semana y de rumba cubana sábados y domingos. Entre ellos estaba el Barcelona, que le hacía contrapeso al Viejo París, el legendario bar de tangos de Enciso.
Pero muy pocos –barrio pobre al fin de cuentas– podían ir al encopetado Club del Comercio vecino de La Toma, en Miraflores, el bailadero más grande de la ciudad, donde tocaban las orquestas del momento: Lucho Bermúdez, la Italian Jazz, Edmundo Arias, Pedro Laza, el Sexteto Miramar...
También había fervor por el fútbol. La Toma fue cuna de buenos jugadores, Rodrigo entre ellos. Los partidos se jugaban en la cancha de Miraflores, la más vieja de Medellín, y en la de Alejandro Echavarría, una urbanización que Coltejer construyó para sus obreros arriba de La Toma. Gracias a ese fervor Rodrigo ganaba mejor sueldo, pues incluía prima por hacer parte del equipo de la fábrica. Y era bueno, dice. El primer gol oficial en el Atanasio Girardot lo marcó él, a mucho honor, en el partido inaugural entre las selecciones de Antioquia y Valle. Le propusieron entrenar con los profesionales, pero se negó porque implicaba retirarse de Coltefábrica, donde tenía el porvenir asegurado, mientras que en el fútbol el presente duraba poco y el futuro era incierto.
Los años del porro
Puente de Hierro. Daniel A. Mesa, 1910.
Y llegaron los años sesenta. Ruderico Salazar, actor del Pequeño Teatro nacido y criado en La Toma, cuenta en una obra su nostalgia de aquella época dorada: los años del porro.
En la nomenclatura oficial La Toma ya figuraba como parte del barrio Caicedo, con la cola incrustada en el barrio Boston. Seguía siendo un sector marginal, de familias de obreros, albañiles, carpinteros y artesanos, pero también de vagos y malevos que con alguna frecuencia lograban que figurara en las páginas de los periódicos como zona tenebrosa.
La ciudad había cambiado. A los jóvenes que crecían en los barrios y a quienes llegaban de los pueblos en busca de oportunidades, o empujados por la violencia, ya les era difícil emplearse. Conseguir coloca en Coltejer era como ganarse la lotería, recuerda Ruderico, razón para que las laderas vecinas a La Toma empezaran a poblarse a la pirata, por la vía de fincas loteadas en las que la gente construía sin planeación: una casa aquí, otra más allá; o por invasión, a la brava, levantando ranchos que la policía tumbaba de día y la gente reconstruía de noche, y a ver cuál se cansaba primero. Así nacieron, en torno al cerro Pan de Azúcar, los barrios Villatina, Llanaditas, La Libertad y otros que ejercieron presión social sobre los barrios viejos de la parte baja, como Caicedo La Toma, que tuvo que tomar precauciones que antes no necesitaba. La seguridad ya no estaba garantizada.
Pero seguía siendo un barrio alegre, propenso a la música y al baile, sobre todo el porro, que competía con el tango y la música caribeña en los tocadiscos de las casas y las rocolas de los bares, donde sonaban mucho Juan Onofre y Mujeres feas, himnos de La Toma.
Y seguía siendo cantera de futbolistas para el Medellín y el Nacional, aunque más para el primero. La Toma ha sido más del DIM, dice Ruderico. Precisamente un tío suyo, Jaime Salazar, jugó en este equipo. Era petiso pero fuerte, y una rana saltando, nunca lo banquearon. En el DIM también jugaron los hermanos Velásquez, Néstor Herrera y ‘Toto’ Hernández, hombre grandulón, ronco, juerguista, que vestía de sombrero alón, zapatos blancos y camisas hawaianas, amigo de todos y generoso con la plata.
Un paseo por La Toma
Guiados por los recuerdos de Ruderico y de otros entrevistados, recorreremos La Toma de los años sesenta a vuelo de pájaro, de arriba hacia abajo, haciendo las debidas paradas en bares y cantinas.
Empezamos en La Planta, punto hasta donde llegaba la parte urbanizada. De ahí para arriba solo había fincas con potreros donde pastaban vacas y florecían guayabos, búcaros, nísperos y carboneros, además de un rastrojero llamado Ratón Pelao, donde una banda de asaltantes bancarios que medraba en la zona solía darse bala con los detectives de la policía comandados por Ramón ‘Hueso’, el más valiente de todos. Y estaba la quebrada Santa Elena, que allí corría relativamente limpia y tenía charcos memorables, como El Amazonas y El Remolino, adonde la gente iba en paseos de olla.
Cerca de La Planta estaba el camino al letrero de Coltejer en el cerro Pan de Azúcar, de letras de diez metros de altura que prendían de noche, luces verdes y rojas que se divisaban desde todo el Valle de Aburrá. Fue una estrategia publicitaria de Coltejer, imitación del famoso aviso de Hollywood que salía en las películas. La subida hasta allí se volvió paseo obligado. La gente llevaba fiambres y se quedaba hasta las seis de la tarde para calcular el tiempo que tardaban las letras en prenderse. A la esposa del mayordomo del letrero, que se llamaba María de los ángeles, la conocían como “la mamá de las letras”, y a sus hijas les decían “las letricas”.
Más abajo estaba la Casa de Dulcinea, una mujer que tenía un ojo de vidrio y manejaba citas amorosas bajo cuerda, y la Vuelta de Péndulo, llamada así porque ahí vivía el gay del barrio, apodado ‘Péndulo’. Seguía El Siboney, un bar donde se oía música argentina, el primero que tuvo rocola de monedas, chequeadero de los buses de escalera que subían por las calles 51 y 52, ya pavimentadas. A Ruderico su papá le contó que, recién casado con su mamá, llegaba al Siboney y ponía en la rocola Dos gardenias de Daniel Santos, y así su mamá, que vivía al frente, sabía que había llegado y se asomaba a la ventana.
Metros abajo había un puente de tablas, y al frente estaba el Bar de Elisa, donde se amañaban mucho los policías, que en ese tiempo conducían a los detenidos en incómodas patrullas llamadas “bolas”. Cerca quedaba la famosa tienda de María Panela, la señora más anciana del barrio, tanto que nadie la conoció joven. Era boquisucia y alzada, pero muy amena cuando contaba historias. Su tienda era de tapia vieja, fea, estrecha y oscura, no tenía radio ni había dónde sentarse, pero aun así los señores se tomaban allí sus guaros. Entre ellos estaban ‘Sanducha’, que era gago y vestía de gorra y cargaderas; Leonardo Peña, que llevaba el pantalón subido hasta el ombligo y siempre regateaba las cuentas; y un señor al que le decían ‘Sobrado de Tigre’ porque tenía la cara comida por la viruela, un apodo tan cruel que en su presencia nadie lo mencionaba, de modo que él era el único que no sabía que lo llamaban así.
Al continuar el paseo nos topamos con la tienda de Ana Sánchez, una solterona con siete gatos que solían adornar los estantes de su tienda. Después llegamos a El Hoyo de Misiá Rafaela, sitio emblemático, bulevar de la parranda en navidades, fiestas a la Virgen y Feria de las Flores, que en esos años se hacía a lo largo de La Playa, o sea en las barbas de La Toma. Cerca de allí abría el Bello Mar de don Pipe, un tipo grandote que con una mano alzaba a los borrachos por la solapa y los ponía de patitas en la calle.
Antes del puente blanco había un desvío que llevaba a la famosa Vuelta Guayabal, un agujero negro que cargaba con buena parte de la mala fama de La Toma. Fue primero una zona de prostitución, “de tolerancia”, hasta que a un alcalde, godo como él solo, le dio por recoger las putas desperdigadas por la ciudad y concentrarlas en un solo lugar: Barrio Antioquia. Tras el retiro de las putas llegaron los marihuaneros, y se volvió punto de expendio y consumo de la yerba maldita, como la designaba la propaganda oficial. Era meca de camajanes, como se llamaba con desprecio a los que la fumaban, que todavía no eran legión pero ya se notaban. Y para acabar de joder la fama del lugar, allí la policía rescató al primer secuestrado que hubo en Medellín.
Pasando el puente estaba el famoso Barcelona, templo del tango y punto de encuentro de los bacanes que usaban camisas coloridas de manga larga, zapatos blancos con negro y mocasines por si había problemas salir volados. En la esquina del frente, en un segundo piso con balcones, quedaba un bar que tenía todo el repertorio de la Sonora Matancera; lo administraba ‘Lola Puñales’, una matrona coqueta y deslenguada que reía a carcajadas y saludaba a los clientes con palabrotas. Ruderico recuerda que los domingos por la mañana, cuando lo llevaban a misa, su mamá le pedía que no mirara para allá para que no viera los borrachos y las mujeres amanecidas con faldas y escotes desarreglados.
A la vuelta estaba la inspección de policía, regentada por el inspector Absalón, terror de malandrines e infractores, mejor conocido como ‘Treintazo’ porque a nadie le negaba un canazo. En esa época los inspectores, si les daba la gana, tenían potestad para retener hasta por treinta días a una persona, y a él siempre le daba la gana: a todo el que cogía le aplicaba su treintazo en la cárcel La Ladera, que quedaba cerca, en Enciso. Entre el puente blanco y Coltefábrica había otros bares: El Torrente y Copa de Oro, de puro tango; Monterrey, que tenía las baldosas del piso lustrosas de tanto baile; y El Deportivo, donde sonaban Garzón y Collazos, Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas. Y sobre la calle Colombia, al lado de Coltefábrica –última frontera de La Toma–, estaba la tienda de Benitín, que vendía los mejores chorizos del mundo, según decían, y el teatro Buenos Aires, donde los niños iban al matiné de los domingos para ver películas mejicanas, de pistoleros y romanos, o de Cantinflas, administrado por un bárbaro que les ponía tangos mientras la función empezaba, según recuerda Ruderico.
El puente de Brooklyn
El puente de Brooklyn mide 1.825 metros; el puente de La Toma, apenas ocho. No obstante esa pequeña diferencia, los traquetos que dominaron la zona a finales de los años setenta, quienes viajaban a Nueva York con frecuencia, lo bautizaron así: el puente de Brooklyn.
Era la época en que el dinero fácil de la cocaína anegaba las conciencias, lo que tuvo especial efecto en Caicedo La Toma y Buenos Aires, cunas de las primeras mulas del narcotráfico que viajaron con visa a USA. No fueron pocos los que se metieron en la vuelta de llevar droga y traer dólares, o terminaron de mandaderos, choferes y empleados de traquetos exitosos. Por ejemplo, el tío de Ruderico, talabartero, preparaba maletas con doble fondo y zapatos con compartimientos para esconder la droga, que fue como operaron en un comienzo. También la pasaban en el estómago, en bolsitas que se tragaban, hechas con dedos de guantes quirúrgicos, mientras sus mamás, tías y hermanas iban a Sabaneta a rezarle a la Virgen para que en el viaje no se reventaran.
‘Mingo’, un vago irredento que hacía vida en el puente blanco, fue el primero en coronar. Era un hombre gordo y feo como un orangután, lo que no fue óbice para que de la noche a la mañana se volviera el “chacho” del barrio. Tras su tercer viaje, regresó a La Toma en un Dodge Dart con capó de cuero, una elegancia. Y para celebrar la primera comunión de su hija, alquiló durante un fin de semana Lucky 77, la discoteca de moda en Las Palmas. Fue el acontecimiento social de La Toma aquel año, con shows de magos y payasos como no se habían visto nunca. A cada niño que fue le regaló un radio transistor traído de la USA, lo que hoy equivaldría a un Ipod, y de la piñata reventada cayeron billetes de veinte y cincuenta dólares, según recuerda Ruderico, que asistió a la fiesta.
Otro famoso fue Fabio Moreno, quien como Mingo era hincha del DIM, y como este tampoco vivió para contarlo. Moreno era el principal animador de las tradicionales fiestas a la Virgen en El Hoyo de Misiá Rafaela, que duraban hasta tres días con trago y comida para todo el que fuera, de cuenta de los traquetos. No había por dónde caminar del gentío, y quemaban pólvora día y noche.
Pero no solo en diciembre sonaba pólvora. También estallaba cuando alguno coronaba un embarque. A la gente se le adelantaba la navidad, como se decía, porque los tipos regalaban plata a dos manos, mataban marrano y cerraban las calles para prender la rumba. Y para sus fiestas privadas mandaban a traer putas de Lovaina o de Marta Pintuco, o se enrolaban con las muchachas del barrio que se le medían a esa vuelta; y cómo no medírsele, dirían ellas en su defensa, si salían luquiadas de esas fiestas: por prestarse a extravagancias como tusarse la cabeza, les regalaban una moto, o un Renault 4 por comerse una cucaracha viva. Argemiro Múnera fue otro traqueto famoso, llamado ‘El Palomo’ porque vestía de blanco. Se retiró de Coltejer para dedicarse al traqueteo, y le fue bien en todos los viajes, menos en el último. Llegó a La Toma con una mano adelante y otra atrás después de pagar un canazo.
No se puede quedar por fuera Elkin Carrasquilla, ‘El Arepero’, llamado así porque antes de ser traqueto vendía arepas. Era el más excéntrico, cuenta Ruderico. No era rumbero, tomaba poco y era devoto de San Judas Tadeo, patrón de las causas desesperadas, santo del que mantenía estampas y medallitas para regalarle a la gente, y al que le tenía en sus fincas altares gigantes. Ni se puede omitir a ‘Guantango’, el dueño de El Bambú, donde sonaba La Fania y toda la colección de salsa que se escuchaba en Nueva York, de donde la traía en discos de acetato; era, sin duda, la mejor colección de salsa de la ciudad, que después de su muerte se perdió, como todo lo de los mafiosos.
El sonido de la pólvora se empezó a confundir con el de las balas y el barrio entró en otra dinámica. En la década de los ochenta, Caicedo La Toma fue cuna de muchos de los pistoleros a sueldo que alimentaron el poder de fuego del Cartel de Medellín. Las motos Yamaha 150, unas avispas voladoras que se metían por cualquier parte, se hicieron comunes en las calles de La Toma, donde el solo nombre de Pablo Escobar infundía respeto.
Para completar el panorama, en 1982 Coltefábrica cerró, incapaz de sobrevivir al contrabando y a la competencia de precios de otros países, y se acabó esa fuente de empleo. Y hasta el puente blanco cambió, se modificó la estructura y lo pintaron de otro color, pero se siguió llamando puente de Brooklyn.
El desbarrancadero
La década de los noventa fue la más aciaga, y aceleró el deterioro social. En La Toma seguían viviendo familias tradicionales, gente decente, pero entre ellas aparecieron plazas de vicio y guaridas de delincuentes.
Muchas de las casonas que en el pasado habían sido inquilinatos se convirtieron en fumaderos y expendios de drogas, en pasajes adonde llegaban los ansiosos del bazuco, que en aquellos años se consumía más que la marihuana, lo cual ya era mucho decir. Entonces La Toma se volvió una olla sin redención. Esa era su marca, su inri. Fue allí donde encontró la muerte José Manuel Freidel, importante dramaturgo nacional. Era cliente habitual del sector, donde mercaba su bazuco, hasta una noche de septiembre de 1990 cuando, en medio de una discusión con los jíbaros, y alzado como era, les alegó y terminó con un chupa-chupa clavado en el estómago. Murió recostado en la puerta de una casa, tenía 41 años.
“Las bandas no desaparecieron con la muerte de Pablo Escobar, lo que hicieron fue transformarse”: palabras textuales de doña Marina, líder comunitaria en esos años, en referencia a los pillos y gatilleros que quedaron sueltos. Entre ellos un tal Ronald, un hombre que mataba por el gusto de ver caer, según su fama. Todo el mundo le temía, cambiaba de acera cuando se lo cruzaba en la calle, porque solo mirarlo era un riesgo. Dicen que mató a un locutor que habló mal de él en una emisora.
Otros bandidos se plegaron a los milicianos que surgieron en Caicedo y barrios aledaños. Y estos a su vez, a finales de los noventa, en pleno cambio de siglo y de milenio, tuvieron que combatir a los paracos que llegaron a desplazarlos. No se podía pasar de un barrio a otro. Los de La Toma no podían ir a Enciso, y viceversa. Entonces el terror se hizo norma y el encierro obligación, las balaceras estallaban en cualquier lado. Cuenta doña Marina que cuando avisaban de algún muerto ahí mismo salía a mirarlo, no porque le gustara mirar cadáveres sino para saber si se trataba de algún familiar o vecino.
Por otra parte, las invasiones se intensificaron y coparon las laderas, por cuenta de los desplazamientos generados por el conflicto armado en los campos de Antioquia, violencia que disminuyó hacia 2003, cuando la zona, y Medellín en general, entró en un periodo de distensión.
Hoy la nueva visión oficial sobre la zona se está llevando de ancho lo que queda de La Toma. Una sombra es este lugar donde hoy solo los más viejos pastan sus recuerdos porque los más jóvenes están en otras vueltas.