Cementerio San Pedro. Fotografía Rodríguez, s.f.
Ir de paseo al de San Pedro fue durante varias décadas un ritual de los vecinos del lugar. Antes de que surgieran los guías acreditados, eran las mamás y las tías quienes urdían sus propias fábulas, fiambre en mano, al lado de tumbas célebres como la de don Coriolano Amador. Se decía, por ejemplo, que la estatua con velo, tallada en mármol, de doña Lorenza, la esposa del patriarca, era la réplica exacta de cómo ella había quedado al morir, cuando vio a su hijo muerto por una sífilis que adquirió con algún amor de alquiler.
La cercanía familiar de Medellín con sus muertos es de hace tiempos. En 1932 la Comisión de Salud Pública, en documento dirigido al Concejo para estudiar la creación de un cementerio laico, recordaba cómo la distancia entre las tumbas y las casas de habitación en Paris era de cien metros, en Alemania, de doscientos metros y en Rusia, de un kilómetro. También anotaba el mismo informe que en la capital antioqueña aquella distancia no parecía importar. Todos los barrios de los muertos que aquí se fundaron, a prudente distancia, terminaron cercados y hasta invadidos por los vivos. El de San Lorenzo, en la Loma de la Asomadera, fue un lugar pintoresco donde convivían las almas de distintos estratos, sin reparos de clase o de raza. Con el tiempo, el sector decayó hasta volverse un barrio de mala muerte, cercano a talleres de artesanía, locales de espiritistas y antros de la vida bohemia. Fue por eso que en 1842 se reunieron cincuenta familias de la élite de la ciudad con el ánimo de crear un cementerio privado para trasladar a sus difuntos. El lugar se llamó primero Cementerio San Vicente de Paúl, luego de San Pedro; aunque desde siempre, en la calle, se le conoció como el cementerio de los ricos.
Casi treinta años más tarde, en 1875, fueron los propios vecinos de San Lorenzo, el cementerio de los pobres, quienes le enviaron un memorial al obispo quejándose de que a pesar de que ya antes se habían quejado ante el párroco, el camposanto lucía su peor abandono. Dijeron que las tumbas y sus cruces estaban sepultadas por la maleza. Andaban tan cansados de rogar que apelaron a una amenaza: si no le ponían mano a los sepulcros, iban a arrojar los restos funerarios al río Medellín.
Mausoleo de José María Amador. Fotografía Rodríguez, 1900.
Un siglo después, ese barrio de difuntos estaba ya cercado por predios de vivos como San Diego, Las Palmas y el barrio Colón. San Lorenzo quedó en medio de una guerra de pandillas. Una de aquellas bandas se lo tomó para hacer sus juergas. Tal vez querían combatir el aburrimiento con actos que exhibían la soberbia del poder, como eso de sacar a los muertos de sus tumbas para prenderles fuego, una falta rastrera de urbanidad que otros glorificaron al ponerle el sello de ritual satánico.
En cuanto a rituales, prefiero el que aún se practica en pueblos como Argelia, en el Lejano Oriente antioqueño. Había allí un animero, llamado Serafín, que llegaba al cementerio a la medianoche del primero de noviembre y convidaba a todas las ánimas a dar su ronda por el pueblo. Las llamaba con susurros casi inaudibles y luego iba de casa en casa, haciendo bulla a las doce de la noche, con una matraca, mientras pedía en su letanía, un padrenuestro por el descanso de las benditas ánimas del purgatorio. Con semejante ruido ningún vivo descansaba en Argelia esa noche. Aunque él las regresaba a sus sitios de reposo, con la dicha del deber cumplido. Me contó que no le gustaba trasnocharlas, pues no tenía mucho de qué hablar con ellas, y además a las ánimas solo se les pide. Es más, me lo dijo con una frase lapidaria: †Con las ánimas no se charla†.
Si la muerte es un lugar común, como dice Tomás Eloy Martínez, también me parece manido lo de ir a hablar con los muertos en los cementerios, habiendo otros lugares. Con los años, el exclusivo cementerio de los ricos, el de San Pedro, se volvió un oráculo popular como el de la Sibila griega. Los herederos de los fastuosos mausoleos familiares encontraron que había demasiado espacio en los panteones y decidieron alquilarlos a gentes del común, a manera de inquilinatos de almas. Lo mismo que ocurrió en las mansiones del barrio Prado, conocido como Prado Rico, subdivididas en extremo, como termiteros urbanos. Así es como los cementerios se van pareciendo cada vez más a sus ciudades.
San Pedro dejó de ser una acrópolis de alcurnia para alojar en sus pabellones a muertos comunes y corrientes. Todos los estratos de la urbe tienen su sitio allí como una maqueta a escala. Las galerías están decoradas con esquelas de Winnie the Pooh, fotos de Nacional o El Poderoso, corazones cruzados por flechas de amor eterno en cuyo interior flotan, entre nubes, los rostros de los seres perdidos.
La pretensión de imitar el gusto de las élites, incluso hasta en las formas de la muerte, animó a las familias emergentes del narcotráfico a construir mausoleos del puro gusto criollo, como el tan visitado panteón de los Muñoz Mosquera.
Mausoleo de la familia Ospina Vásquez. Digar, 1951.
En la nave femenina de este sepulcro familiar se agolpa cada tanto un grupo de peregrinos que piden favores a una muchacha cuya foto, de chulitos desteñidos, los fieles reconocen como “Rosario Tijeras”. Nadie sabe quién fue el primero que vino con el cuento de que aquella finada era la que había inspirado la película que se estrenaba por esos días en Medellín. Desde entonces las romerías acuden a rogar para que se obren sus milagros. Lo curioso es que tal vez estos mismos porfiados arrojan a la tumba fotos de prensa de Flora Martínez, la actriz que encarnó al personaje de Rosario en la cinta de Emilio Maillé. No entiendo, para ser Franco, ese extraño juego entre verdad y ficción, santa y actriz, o milagros de taquilla.
Más evidente era el estruendo de la música antillana que esta tumba tenía noche y día, la que molestó a los deudos porque perturbaba el descanso eterno. Los Mosquera tuvieron que resignarse a poner música clásica, más cercana a la paz de los sepulcros. Sin embargo, las cuentas de energía crecieron hasta obligar a la gerencia a poner contador de luz en el mausoleo, algo que ni a Mausolo de Halicarnaso pudo ocurrírsele. Tal parece, como se ha dicho, que la familia nunca pagó esas facturas. Cuando les cortaron los servicios, las ánimas al fin pudieron recobrar su silencio.
De modo que este Cementerio de San Pedro, pensado al comienzo para gente muy estirada… como los muertos, terminó rodeado por la plebe, siempre prolífica, que le hizo perder categoría.