Parque de San Antonio

Factoría de oficios en extraña sincronía, veinticuatro horas al día

En el Parque de San Antonio, como en el resto de la ciudad, el norte es humilde, informal y arrebatado; lugar de encuentro de afrodescendientes y punto de trabajo de artesanos y rebuscadores. En el medio, sobre una explanada de adoquines, reposan cuatro esculturas de Fernando Botero: el Torso masculino, la Venus durmiente, y dos pájaros –el Pájaro herido, explotado por una bomba el 10 de junio de 1995, que dejó veintitrés personas muertas, y el “pájaro bueno”, puesto por el artista cinco años después “como símbolo de una ciudad que no se quiere dejar intimidar”–. El extremo sur, donde están la Iglesia de San Antonio, la Alianza Francesa, las oficinas de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) y un CAI de la Policía, es blanco, institucional, y recatado. 

Más que un parque, San Antonio es una amplia estación de paso, una Grand Central Station a la antioqueña. Y también es una inmensa factoría de oficios. En un área de 33 mil metros cuadrados —más de tres veces que el Parque de Bolívar y casi cinco que el Parque de Berrío— sobreviven venteros de chicles, confites, tinto, agua, cigarrillos, periódicos, minutos a celular, papitas fritas, chorizos, frutas y verduras; y artesanos, vigilantes, aseadores, despachadores de buses, meseros, cocineros, comerciantes, peluqueros y fotógrafos.
 

 

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