Teatro Lido. Gabriel Carvajal, s.f.
Era el cine de los deslumbramientos, por varias razones. A la entrada, en una suerte de hall uno continuaba mirando los afiches de películas de próximo estreno, que en las afueras en la fachada más elegante que haya tenido teatro alguno del centro de Medellín, con vitrales de enormidad, ya uno había observado, incluido el aviso luminoso que anunciaba con títulos y horarios la función del día.
Y la gracia era mirar hacia arriba para ver no solo el mundo sino verse uno mismo patas arriba, en un espejo inmenso que, claro, como éramos adolescentes todavía, las dimensiones del mundo nos parecían de aquí a la eternidad. El techo como espejismo, como otro modo de apreciar el universo, que, adentro, sería distinto, en sus silleterías rojas, con un escenario prometedor enmarcado por dos columnas de mármol oscuro; y arriba, un arabesco de metal con suaves curvas coronaba la embocadura.
Interior del Teatro Lido. Gabriel Carvajal, s.f.
Ir un domingo al Lido era toda una aventura. Desde temprano, merodeábamos por el parque Bolívar, con sus conos San Francisco, su heladería de jardines interiores llamada Sayonara (donde asistían en un tiempo muchachas a besarse con otras muchachas), y a escuchar a las once de la mañana la retreta con la banda sinfónica de la Universidad de Antioquia. A veces, uno se quedaba extasiado en las carteleras, con las películas de Federico Fellini y MichelangeloAntonioni, o con una cara de ojos grandes de una actriz italiana.
En rigor, el Lido, fundado en 1945, no fue construido para la proyección de cine, sino para la presentación de estrellas de la música, sobre todo clásica. Allí estuvo Claudio Arrau con su prodigio para la interpretación del piano, y la Orquesta de Cámara de Berlín. El teatro, diseñado por Federico Vásquez, se construyó con materiales importados de Estados Unidos, y su creación se debió a los buenos oficios y dinero del potentado Francisco Luis Moreno, de exquisitos gustos clásicos musicales. En los interiores, el escultor Jorge Marín Vieco realizó unos relieves con figuras alegóricas de la música y el teatro, y en sus vitrales y mármoles grabó cinco de las nueve musas griegas.
En el segundo piso el espectador se puede topar con Calíope, musa de la poesía; con Terpsícore, la de los pies ligeros y musa de la danza; con Talía, protectora del teatro, musa de la comedia y de la poesía pastoril; con Clío, otorgadora de fama, musa de la historia, protectora de las bellas artes; y con Euterpe, señora de la canción, protectora de los intérpretes y musa de la música.
Cuando lo compró Cine Colombia, en 1948, el Lido cambió su funcionalidad, y aunque siguió presentando recitales, vodevil y conciertos, su uso cotidiano se dedicó al cine. Con una capacidad inicial de mil cuatrocientos espectadores, debido a la ampliación del escenario, se redujeron sus localidades a 1090. Durante años, este teatro, de acústica de alta calidad, debido, entre otros factores, a sus revestimientos de yeso acústico, sirvió como un centro de sociabilidades, una atracción de cine calificado (después, el Libia, en Perú entre Venezuela y Palacé, se dedicaría en exclusiva al cine arte), y un ámbito elegante cuando todavía el centro histórico no había sido sometido a la descomposición por la disputa entre bandas delincuenciales, al tráfico de estupefacientes y a la presencia de “convivires” y otros factores de inseguridad. El parque Bolívar, entre otros espacios públicos, se revistió de peligrosidades y los cines a su alrededor entraron en decadencia.
El Lido, como otros teatros del sector, se debilitó por diversas razones. Una, la lumpenización del centro, pero, además, por la proliferación de centros comerciales que construyeron nuevas salas de cine en la periferia. Los teatros (o cines) de la zona entraron en agonía y poco a poco se despidieron de un tiempo de ensoñaciones cuando el cine era una convocatoria a la imaginación colectiva y sus aventuras. Así, se murieron el Aladino (que en el imaginario popular era el de las “muchachas del servicio”); el Odeón, el Cid, el Ópera, el María Victoria, el Dux, los dos Junín (en la torre Coltejer, en el lugar donde en 1924 se erigió el teatro Junín, junto al hotel Europa, edificio diseñado por Agustín Goovaerts, con el nombre de Gonzalo Mejía, derribado en 1968), el Libia, el Diana, el Metro Avenida, el Cine Centro… solo sobrevivió el Sinfonía (sala X), en Sucre entre Caracas y Maracaibo.
En los noventas, el Lido, con su belleza y distinción, también cerró. En 1997 se declaró patrimonio cultural de la ciudad y el Municipio pasó a ser su nuevo dueño y actual administrador. Y si bien el cine ya no es su razón de ser, allí se presentan funciones de ballet, teatro, música, se realizan espectáculos del Festival Internacional de Tango de Medellín, recitales de poesía, veladas y actividades con las cuales las musas de Marín Vieco siguen sonriendo.
El Lido, hoy de silletería azul, mantiene su aspecto de edificación digna y sobresaliente. Un viejo y gigantesco (y ya inservible) proyector de cine continúa empotrado en un cuarto de su parte alta, soñando con antiguos filmes, con los días de gloria en que “el séptimo arte” era un encuentro de clases sociales, de asombros y hasta de caricias en la penumbra. Dicen que en los camerinos, en noches sin luna, se escuchan lamentos y quejumbres fantasmales.
Las lámparas redondas ya no alumbran pero prosiguen en los techos como testigo de aquellos días de cine y músicas. Tal vez para los miembros de la “vieja guardia” el Lido no tenga hoy los significados y representaciones de otros tiempos. Pero, al menos, se recuperó para el arte y la cultura. Y puede ser un aliciente para que retornen los que se resisten a volver al parque Bolívar, a un espacio histórico y cultural que conserva trazas de su antiguo esplendor.