El parque de una sola batalla
Juan Carlos Orrego Arismendi

El parque de una sola batalla

Iglesia El Sufragio. Manuel A. Lalinde, 1922.


La historia de cualquier parque es, casi siempre, la de un retazo de ciudad que se transforma menos que otros y que –como si se tratara de una reminiscencia del Edén– suele conservar a lo largo de mucho tiempo un mínimum de rasgos fundamentalmente bucólicos: un gran espacio abierto, uno o varios macizos de árboles y alguna edificación vetusta arrimada al conjunto; “pedazos de campo entre las urbes”, a decir de Tomás Carrasquilla. El Parque de Boston, sembrado en la cuadrícula que forman las calles Perú (55) y Caracas (54) y las carreras Giraldo (39) y García Rovira (38), no es la excepción: nació entre las fincas de recreo que un puñado de medellinenses acaudalados habían levantado en las vegas de la quebrada Santa Elena, y hoy sigue siendo un remanso de verdura.

Las tierras en que se erigió el barrio Boston eran de Vicente Benedicto Villa, un lugareño acomodado. Con la muerte de este patricio en los primeros años del siglo XX se quebró la virginidad del feudo, pues los hijos no dudaron en retacearlo y convertirlo en lotes para la venta. Germán Villa fue el más avisado de todos los herederos: no solo fue el primero que adecuó su retazo para la urbanización, sino que cedió al municipio de Medellín un amplio cuadrado de tierra para que, con su fecundo erario, construyera una plaza. Villa tan solo se reservó el derecho de adjudicarle nombre: la llamó “Plaza de Boston”, con la intención de rendir homenaje a la ciudad norteamericana en que había vivido como estudiante.

El parque de una sola batalla

Estatua de Córdoba en el Parque de Boston. Jorge Obando, 1927.


En 1908 ya había nacido el barrio propiamente dicho, y los vecinos adelantaban gestiones con Manuel José Caicedo, arzobispo de Medellín, para levantar un templo a San Cayetano. Prueba fehaciente de que para entonces los fermentos urbanos ya hervían es que la plaza central fue objeto de intrigas politiqueras: Carlos Molina, un vecino influyente que tenía silla en el Concejo, convirtió sus delirios patrioteros en un Acuerdo municipal según el cual el parque pasaría a llamarse, desde el 22 de agosto de 1908, “Plaza de Sucre”, en homenaje al mártir de Berruecos. Las otras evidencias del desarrollo de aquel rincón de Medellín son menos etéreas: en 1909 se puso la primera piedra del que, olvidado San Cayetano, habría de ser el templo de Nuestra Señora del Sufragio; y en 1916 ya había un cerco de casonas de tapia –con cinco o seis habitaciones en galería– en torno del parque, una de las cuales fue cedida a la comunidad salesiana para que dirigiera la vida espiritual del barrio. Bien se ve que la colonización evangelizadora marchaba con el mismo brío con que se había estrenado en América en 1492. No obstante el entusiasmo civilizatorio, el espíritu agreste del sitio no desapareció: refiriéndose a la plaza en una viñeta de la época, Tomás Carrasquilla celebró sus “bellos horizontes”, y tres décadas después el cronista Lisandro Ochoa ponderó el lugar, “muy simpático” y “adornado de árboles donde se respira aire fresco y puro”.

Quien nunca gozó de la entrañable fronda del parque fue –a pesar del mencionado Acuerdo municipal– el mariscal Antonio José de Sucre. En su gloria se vino a atravesar, en batalla sin sangre, el general José María Córdova. En 1927, como acto preparatorio de la celebración del centenario de la muerte del héroe de Ayacucho –caído en 1829–, la Sociedad de Mejoras Públicas erigió en el centro de la plaza una estatua de Córdova esculpida en bronce por el artista santarrosano Marco Tobón Mejía. El monumento, que todavía es uno de los hitos del lugar –el general, imponente, alza una mano y abre la boca para arengar a su ejército, sin que importen las grietas en el 1915 El Arzobispo Manuel José Caicedo donó a los padres salesianos la casa quinta contigua a la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio. 1916 El barrio contaba ya con alumbrado público y luz eléctrica (apenas dos bombillas por casa), el agua era poca y llegaba en tubos de barro sin presión y sin haber sido tratada. Las aguas negras corrían desde cada casa por atanores que desembocaban en la quebrada más próxima. 1919 El 16 de julio fue terminada la iglesia. Los padres salesianos se hicieron cargo de su cuidado y de los oficios religiosos. 1919 Al caer la tarde, los niños del barrio se sentaban en una barranquita que bordeaba el parque o jugaban pelota alrededor de la fuente. Así, entre juegos, chismes y bromas, dieron vida a la famosa Barra de Oro de Boston. 1922 En una esquina de la plaza (Perú con García Rovira) se dispuso la primera estación de la línea Sucre del tranvía municipal, cuyo distintivo pedestal que tanto han mortificado a Fernando Vallejo–, vino a relativizar el acuerdo que declaraba a Sucre como patrono del parque. El nombre se vio menoscabado por la estatua. Lisandro Ochoa advirtió mejor que nadie lo lesivo que, para su respectiva celebridad, resultaba el encontronazo entre los próceres: “Hoy le debemos una plaza a Córdoba y una estatua a Sucre”. La comunidad se percató rápidamente de que la salida más política era el regreso al viejo apelativo de “Parque de Boston”.

Sin que importara mucho la gloria de los héroes de la Independencia, muy pronto fue el templo el que concitó todos los intereses del vecindario. Su origen, como el de todos los templos, fue humilde: los devotos del barrio, hartos de empantanarse sus zapatos domingueros en las largas excursiones hasta las iglesias de San José, La Candelaria o La Veracruz, recogieron limosnas, hicieron bazares y vendieron empanadas para comprar un lote y levantar el edificio santo. El pedazo de tierra lo vendió, al fiado, el señor Juan Bautista Isaza, quien a su vez se lo había comprado a Germán Villa. El negocio no pudo ser más piadoso: los vecinos ofrecieron a Isaza pagarle en oraciones por su alma, e invocaron como fiadora a la misma Virgen. Bajo la dirección del padre Manuel Atehortúa se hicieron los planos y empezó la construcción, amenizada de cuando en vez por la banda musical del departamento de Antioquia. El 17 de julio de 1917 se ofició la primera misa, con el templo todavía en obra negra. La imagen de Nuestra Señora del Sufragio llegó a lomo de buey, encargada por don Fernando Escobar y señora, dos de los lugareños más píos.

Tomás Carrasquilla, en una crónica de 1919 en la que pasa revista a las plazas y plazuelas de Medellín, ofrece una rosácea imagen del corazón de Boston, engastado como una joya en medio de casas y árboles: “Allá muy arriba, no lejos de la histórica Quebrada, entre las calles de Caracas y Perú, florece, apenas en la infancia, la plaza afortunada de Boston. Su templo medio romano, medio fastuoso, bien lindo, por cierto, está para terminarse. A las Benditas Ánimas se lo han erigido, para probar una vez más que la muerte es tan costosa como la vida. Es un punto delicioso, de poesía y de frescura. En la plaza y sus cercanías albean, juntas o diseminadas, casas muy cucas, graciosas y simpáticas. El aire es tónico, cristalino, perfumado. Una alegría tranquila y saludable habita por esos lados. Quien sepa ver y admirar váyase por allá una mañanita azul o tarde blanda, para que bendiga a Dios y a sus criaturas, ante el espectáculo de ensueño que desde esta plaza se disfruta”. Ese mismo año –el 16 de julio, para mayor exactitud– se dio por terminada la iglesia, precisamente cuando el tranvía, en su ruta Sucre de tableta blanca, llegó hasta el parque. De acuerdo con la reflexión de los cronistas de Boston, fue la existencia de la santa casa la que animó al municipio a alargar hasta sus pies el tranvía, el alumbrado público y otros servicios.

El parque de una sola batalla

Estatua de Córdoba, 1927.


Los salesianos que regentaban la parroquia, fieles a las lúdicas filosofías de San Juan Bosco, organizaron actividades de catecismo con música, juegos y comida a bordo, razón por la cual los alrededores del templo –las mangas de la plaza– se convirtieron, durante el “Oratorio festivo” de los fines de semana, en un hervidero de niños de Boston y de zonas aledañas, como La Ladera, Enciso, La Aguaíta, La Toma y El Orfelinato. Quién sabe si por plegarse al entusiasmo social o por el recelo provocado por tanto advenedizo, los muchachos de Boston empezaron a reunirse frente a la iglesia, en la barranca que había entre la plaza y la calle Perú. Ese fue el principio de la mítica Barra de Oro de Boston, que fue durante varias décadas –inclusive en la segunda mitad del siglo XX– el alma de la vida social del parque y del barrio. Hay quien cuenta que el origen del grupo fueron las reuniones que los monaguillos formaban al salir de misa, a veces con el fin de oír los cuentos del padre Marcelino Báez. Lo cierto es que la barra acabó sesionando de modo rumboso en el café Manhattan, ubicado en el marco de la plaza, en la esquina suroriental del cruce de Perú y García Rovira, por donde pasaron figuras intelectuales como Eladio Vélez, Ciro Mendía, ‘El Caratejo’ Vélez y León de Greiff. Hasta hace poco se celebró el día clásico de la barra: cada primero de mayo, miembros jóvenes y veteranos se encontraban en la parroquia de Nuestra Señora del Sufragio para una misa cantada, seguían con un picaíto de fútbol que enfrentaba a las diversas generaciones y remataban en el Manhattan hasta la extinción de las reservas de aguardiente.

Las rutinas del parque dieron un giro definitivo en 1938, cuando en la casona que lindaba con el templo se abrió el Colegio Salesiano El Sufragio. La idea era formar y reclutar almas para vestir los hábitos de la comunidad, cuyo seminario estaba en Mosquera (Cundinamarca). Al principio solo se abrieron los primeros tres grados de la primaria para 113 niños, pero muy pronto creció el rebaño y fue necesario implementar reformas materiales en los viejos edificios. Una parte de la casa cural fue demolida en 1948 para dar paso al patio de recreo, y poco después, en 1952, la fachada de la casona fue reformada por completo para albergar los nuevos pisos requeridos por el boom del colegio: había comenzado a ofrecerse el bachillerato, cuyos primeros egresados se graduaron en 1957. Una estampa de Los días azules de Fernando Vallejo da una idea de la animada actividad colegial en el parque entre los años cuarenta y cincuenta: “Abiertas a las cinco de la tarde las puertas de la jaula que cuidaban las aves agoreras, se volcaba la algazara de la chiquillería sobre el parque de Boston, en cuyo marco se hallaba la cárcel”. El recelo del escritor contra la casa salesiana hace que, por contraste, la plaza aparezca como el lugar de la felicidad y la libertad. Todavía será así.

No solo en el edificio del colegio se materializaron los bríos del desarrollo. Entre los años cuarenta y sesenta, las casas de tapia del marco de la plaza cambiaron sus fachadas de acuerdo con los estilos arquitectónicos en boga, y lucieron los materiales y formas promocionados por afamados constructores capitalinos: piedra bogotana, mármol, ventanales de aluminio, segundos pisos, amplios espacios y jardines interiores. Todo ello, que sin duda debe leerse como la muda del cascarón de provincia, reemplazado por una piel definitivamente urbana, se ve condensado –en materia y espíritu– en la historia particular de la esquina de Perú y García Rovira: la casa residencial de un prestante dentista se convirtió en un granero que, en algún momento, se trocó en billar; billar que cerró para que en 1951 se abriera el concurrido café Manhattan, a su vez asiento, hacia los años setenta, de un edificio de cuatro pisos. Hoy, en el primer piso del complejo, está el restaurante y salón de recepciones Antiguo Manhattan.

El marco de la plaza de Boston ofrece, actualmente, una imagen representativa de lo que ha sucedido en casi todos los parques de barrio del Medellín contemporáneo; específicamente, en los parques ubicados al oriente del río. La migración de las élites hacia los condominios de El Poblado o hacia la banda occidental bajó la guardia del sentido de pertenencia y el celo patrimonial, y las grandes casas ora se convirtieron en locales de una asfixiante barahúnda comercial, ora se fueron a pique para dar paso a edificios de más de quince pisos conformados por apartamentos minúsculos. Sendas torres se levantan sobre Perú y García Rovira, entre bares, restaurantes, panaderías y centros de servicio de telefonía celular. Sobre Caracas se mantienen en pie las fachadas de los años cuarenta, con sus columnas, balcones y ventanas en arco, aunque revestidas por los avisos estridentes de farmacias, casas de banquetes, taquillas de apuestas, licoreras y tiendas de comidas rápidas; del abigarramiento comercial no se salva siquiera la derruida casa de la esquina con García Rovira, sede de una papelería con servicio de Internet y, al mismo tiempo, miscelánea y tienda de helados. La carrera Giraldo, en virtud del espíritu monástico de la obra salesiana, da una sensación más convincente de tiempo detenido y viene a cumplir con aquella regla, mencionada desde el principio, que pide para los parques la conservación de alguna reliquia cultural. La estatua de San Juan Bosco y Santo Domingo Savio, sembrada entre parroquia y colegio, es la misma que presidió las primeras reuniones de la Barra de Oro de Boston.

Con todo, es en la explanada central donde se erige la más heroica supervivencia, o, por mejor decir, lo más genuino del parque. A un lado de la estatua victoriosa de José María Córdova y del busto bufonesco de Carlos Castro Saavedra –plantado en la vereda oriental de la plaza después de la muerte del poeta, ocurrida en 1989–, viejos y altos árboles se levantan en las jardineras, y son, como en el remoto tiempo de las fincas, los cómplices de la única tranquilidad del sitio. Allí, con solo alzar la cabeza para contemplar sus copas, puede tenerse la ilusión de que aún no se ha extendido la epidemia del comercio; de que no se ha desparramado la demografía medellinense hasta la confusión inextricable de los estratos, y de que la pobreza, en traje de vagabundo o atracador, no merodea por las calles del barrio. No es casualidad que, en el centro de todo el verdor, el brazo derecho del héroe de Ayacucho se alce con la palma abierta y muestre la fronda que lo cobija. El alma del parque no está en otro lugar.

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