En un cuaderno que sostiene sobre los muslos Santiago esboza una mano en alto. A su lado varios compañeros también dibujan un objeto, un personaje del parque, lo que se les ocurra. El profesor de artística los ha sacado al aire libre una vez más. A unos metros de Santiago, en uno de los jardines, está Jovany, rapado en sus parietales, con una cresta y colas de pelo que forman un siete si se le mira de perfil. Sentado en una piedra analiza los movimientos nerviosos de una paloma, dibuja, observa, traza, borra. No importa si la paloma sale volando porque queda otra y otra y otra que le sirve de modelo. En el Parque de Boston hay dos amplios palomares donde podrían dormir unas ochenta palomas apeñuscadas. Mientras los jóvenes dibujan, René, bajito, de barba negra y tupida, barre uno de los senderos del parque, bajo la sombra de una guadua. Avanza adoquín por adoquín, con precisión; ejecuta su trabajo con un palo de madera que tiene escoba en ambas puntas: una con cerdas largas y fuertes, y otra con unas fibras amarillas deshilachadas y flexibles. Detiene el barrido y mira alrededor, habla solo, suelta algunas frases que imprecan a la nada o al todo. Dentro de su pantalón amplio y su camisa leñadora a cuadros se esconde un cuerpo enjuto. Barre un par de adoquines y luego, con una alacridad pasmosa, se agacha e introduce una lima entre las hendijas para extraer tierra y mugre. Así, a paso muy lento, va dejando reluciente el piso del parque.
Santiago ha avanzado en su dibujo. Ahora hay un torso, una mano con una espada y unas piernas metidas en unas botas. El pelao ha elegido la efigie del prócer del parque y hace una ilustración vertical, mientras que Jovany, en sentido horizontal, ya tiene lista una paloma que ocupa toda la hoja. Es gris, como la mina de su lápiz. El profesor se pasea con las manos atrás, pendiente de las obras de sus alumnos.
A esta hora el parque es tranquilo, se camina con espacio y se oye el canto de pájaros y loros; está habitado por estudiantes, algunos vecinos con sus perros, vendedores ambulantes y señores como Alberto, canoso y ventrudo, de traje gris. Su corbata roja se balancea cuando camina alrededor del parque. Al doblar una de las esquinas se le une un amigo de bluyines y camisa por dentro, abultada en la espalda porque guarda allí un periódico doblado. Se demoran cuatro minutos en promedio en dar cada vuelta, conversada y a paso lento. Es el mediodía de un jueves con cielo despejado y ambiente fresco gracias a la sombra de una cincuentena de árboles de especies variadas, urapanes, tronadores, almendros.
Pero es por los lados de un casco de vaca que Luz Marina, barrendera oficial del parque, con uniforme naranja y gris, pasa su rastrillo por hojas secas, ramas, pajas, envolturas de mecato y uno que otro cubierto de plástico. Luz Marina avanza mucho más rápido que el hombre de barba. Mientras ella abarca un amplio sector de baldosas con una pasada del rastrillo, René apenas limpia un adoquín con su doble escoba y su lima. "Todos los días viene a barrer", dice Luz Marina, y haciendo círculos con el dedo alrededor de su oreja dice que no es una persona normal, que tiene algún rayón. Su metodología neurótica de limpieza parece ser una terapia. Alberto da las últimas vueltas, pero ahora utiliza los senderos para acortar camino. Se mete por el sector que barre René y esquiva la basura para pasar por un lado. Más abajo, Luz Piedad, una vendedora habitual del parque, conversa con don Armando, de 74 años, que permanece acá desde por la mañana hasta las dos de la tarde, cuando regresa a pie hasta su casa. Ambos saben que en cualquier momento llega Carlos Monsalve, el gerente de la oficina. Sí, porque en el Parque de Boston, al aire libre, dicen Luz Piedad y don Armando, funciona una oficina.
Los puestos de helado, mango biche, solteritas y copitos de nieve ya están afuera del Colegio El Sufragio a la espera de la salida. Los alumnos del profesor de artística se preparan para volver a la sede de la Escuela, que está sobre la calle Caracas, a unos cien metros. Santiago, que no es del barrio, dice que le gusta cuando los traen a dibujar al parque, un lugar diferente a donde vive porque "no hay disputas ni guerras". Su dibujo del prócer está listo; es una ilustración de trazos sencillos, sin color, pero con el elemento contundente y heroico de la mano arriba. El estudiante de Octavo 1 de la Escuela Empresarial de Educación sabe que obtendrá una buena calificación pero desconoce a cuál héroe de la patria acaba de dibujar.
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Las ramas del pomarrosa se sacuden con fuerza. Unos frutos caen por el agite y se fisuran, otros tocan el suelo mordisqueados. Cinco muchachos están trepados en el árbol, y su misión es no dejar ni una poma viva. Agarran una, la prueban, y si les sabe amarga la tiran. Las pomas maduras también caen, con dentelladas más profundas. Son polligallos; sus risas y voces bitonales delatan que ya hicieron su entrada a la pubertad. Una habitante del barrio baja las escaleras, entra al parque, revisa con la mirada y rescata un par de frutos del piso; los empaca en una bolsa y se pierde hacia la calle Perú.
Al otro lado, sobre la calle Caracas, un puñado de niños nada en una piscina de pelotas encerrada en un remolque. Detrás, un tren de tres elefantes con cabina carevaca espera que se llenen los asientos para iniciar un nuevo viaje. El ambiente está impregnado de alborozo infantil. En esa esquina del parque hay una mini ciudad de hierro que funciona viernes, sábados y domingos. Dos niñas comparten jaula en la rueda de Chicago, de tracción manual y sillas de plástico, que gira lento al lado del giroscopio del que todos dicen bajarse mareados. A unos metros, otros pequeños saltan y se totean las cabezas en las lonas de brinquitos o en el castillo inflable, mientras un feroz tiburón se mece como péndulo.
Es una tarde soleada de lunes festivo y el Parque de Boston es una ensalada de personas de todas las edades. Las familias pasean, los grupos de amigos mecatean o se reúnen en alguna jardinera, los perros se escapan de sus amos para jugar y dos glotones apuran el montaje de un fogón. Aunque los ancianos se apropian de las sillas individuales, algunos con crucigrama en mano, otros en compañía, el fin de semana los niños parecen ser los dueños del parque.
Cristian es un flaquito de doce años; lleva una jíquera terciada, viste bermudas y calza Crocs sin medias. Trabaja en la flota de carritos que le dan vuelta al parque, y su labor consiste en tirar de los vehículos. "A mil la vuelta, tres vueltas por dos mil", les dice Cristian a los padres que se acercan con sus hijos antojados. Juan David, monteriano de dieciséis años, conoce la historia de esta flota de jeeps enanos. Su padre fue quien empezó con el negocio. "Le compró un carrito a una señora con la que trabajaba y entre los dos siguieron", dice Juan David, quien tiene un corte audaz, parecido al de Jovany. En más o menos dos minutos Cristian recorre el parque, y con él la variedad de olores que produce su generosa oferta gastronómica. Empanadas, arepas de queso bañadas en lecherita, pasteles de pollo, papas rellenas, chorizos, hamburguesas, perros calientes, chunchurria, chuzos, pizzas, carnes. En los cuatro corredores del parque hay por lo menos quince puestos para merendar. También hay venta de obleas con decenas de combinaciones, crispetas, churros azucarados, mango biche y cerveza michelada. Los precios van desde 500 hasta diez mil.
En el mismo sendero que barrerá Rene se juega un triangular futbolero entre varios niños y algunas niñas; la mitad de los jugadores no se conocen y un tercio de ellos tiene acento chocoano. Los arcos son las canecas plateadas que hay a lado y lado del pasaje. Cuando hacen gol, el balón rebota en la verja que rodea el monumento del prócer o en la jardinera del pomarrosa. Con cada gol sale un equipo y entra otro, pero muy pronto el juego se disuelve.
El viento sopla con violencia. Nubarrones grises ocultan el azul del cielo, y caen algunas gotas. "Ey, se largó el agua, vamos", dice uno de los devoradores de pomas. Todos bajan del árbol y se alejan por la carrera 38. En el costado norte del parque el vendaval se siente mucho más. Las ráfagas de viento llegan pulpitas desde el cerro Pan de Azúcar, bajan de la montaña como latigazos que hacen crujir las ramas de los árboles. La amenaza de lluvia obliga a una fritanguera a amarrar un plástico al busto del poeta Carlos Castro Saavedra. Lentamente el parque se va desocupando, aunque todavía le quedan un par de horas de vida. Después de que levanten los últimos puestos de comida, el parque se apagará y quedará a merced de la noche y su fauna solitaria. El conticinio será el único testigo.
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Aunque los alumnos de la clase de artística han abandonado el parque, otros estudiantes de la Escuela Empresarial retozan en las jardineras. La hora de salida del colegio está cerca. A El Sufragio siguen llegando vendedores que no solo ofrecen mecato: hay desde afiches de Ferrari y del Atlético Nacional hasta juguetes y variedades. Pasada la una de la tarde empiezan a salir muchachos con sus morrales. Afuera los esperan camionetas de transporte escolar, padres expectantes y carros particulares.
La brisa trae un denso aroma: es una mezcla de pan recién hecho, almuerzo del restaurante Solo Truchas y alguna caca de perro que hay por ahí. No todos los amos recogen las plastas de sus mascotas. Pero Alberto no corre peligro de pisar alguna, camina por los corredores en su última vuelta, de nuevo solo. Cuando esquiva el barrido de René, este le dice algo. El encorbatado acelera el paso pero se arrepiente, para y saca del bolsillo de su pantalón varias monedas. René las recibe, las mira en su mano, las guarda y vuelve a su escoba.
De la verja que rodea uno de los jardines cuelga una placa negra de acrílico. Reza, con letras amarillas: "Of. 001 CONSULTE SU CASO". Es la oficina que funciona al aire libre en el parque desde el 6 de septiembre de 2011, según palabras de su fundador, Carlos Monsalve, un vendedor de tinto ambulante que dedica las tardes a la charla libre y espontánea con los personajes que se acercan. Carlos, don Armando y Luz Piedad, que acaba de fiar un cigarrillo, componen el quórum esta tarde de jueves.
En medio del ambiente sereno Carlos toma la vocería, y sin rodeos advierte que es izquierdista y que no le cae bien "Alvarito". "¿Usted por quién ha votado?", pregunta. Don Armando, que hoy carga el libro No hay causa perdida de Uribe Vélez, mira hacia la calle Caracas con cara de desentendido pero parando oreja. Al parecer ya conoce bien a Carlos y se contiene. Luego, Carlos se va lanza en ristre contra Juan Manuel Santos por la deuda externa. "En el mandato de Uribe era de 55 mil 200 millones de dólares, y ahora Santos la ha subido a 81 mil millones y punta en tres años", dice Monsalve, que tiene una prótesis que le hace ver blanca la encía. Don Armando, con un entusiasmo repentino, señala al prócer del parque y dice: "¿Usted sabe por qué José María Córdova es un héroe? Porque se opuso a que Bolívar fuera rey", y Carlos añade: "con 400 hombres se metió a la candela". Los dos quieren tomar la batuta de un tema que no está definido. Mientras se conversa en la oficina, René pasa con la escoba y el recogedor al hombro. Se sienta en un andén y bebe algo de una garrafa de ron. Para ese momento, Monsalve cuenta que cuando la hija de Estanislao Zuleta le pidió un televisor, este le dijo: "la televisión es un medio de corrupción de la juventud", y no se lo compró.
Luz Piedad, con falda negra de seda y blusa fucsia, interviene para decir que oyó en Radio Cristal que un asteroide va a impactar en el planeta. Don Armando dice que eso no lo sabe sino la "Madre Tierra", y da otro giro para comentar que cuando un testigo de Jehová se le acerca aquí en el parque, él le dice: "la religión es una pelea por la plata" y lo deja con la palabra en la boca. Carlos, para dejar clara su inclinación ideológica, cita nada menos que a Marx: "la religión es el opio del pueblo".
Y así se va yendo el día en la oficina 001, cuyas labores empiezan cuando llega Carlos con el aviso de acrílico, que le costó nueve mil pesos, igual a dieciocho tintos. Carlos vive en el edificio que queda al frente de la Plaza Minorista, el de muros azules. "El que fue de Pablo Escobar". Desde 1989, Carlos vende tintos en la entrada del edificio Miguel de Aguinaga entre las dos de la mañana y las once. Luego descansa un par de horas y llega a la 001 con ejemplares de El Tiempo y El Espectador en el sobaco.
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Una señora le prende fuego a una servilleta y la anida entre carbones. Faltan diez minutos para las seis de la tarde. Los puestos de comida se arman poco a poco. El humo se expande con olor a leña, a empanada, a chorizo, a chunchurria. Un lustrabotas, con su caja adornada de estoperoles dorados, le embetuna los zapatos a un anciano que resuelve un crucigrama sentado en una jardinera; madres y parejas pasean bebés en coches; novios caminan cogidos de las manos; transeúntes atraviesan el parque con bolsas y paquetes; se oyen risas y gritos de felicidad párvula; se ven colegiales, jóvenes y abuelos jugando ajedrez.
Al contrario de hace un mes, el pomarrosa no tiene un solo fruto, ni en su follaje ni en su base. A unos metros de él, cinco perros grandes se corretean y saltan por los sardineles; ladran tan fuerte que sus dueños deben interrumpir sus charlas de vecinos. Cuando suenan las campanas de la iglesia los perros ya están controlados, descansan con las lenguas expuestas, rosadas y trémulas, se huelen los hocicos. Son las 6:15 de la tarde y el viento sopla más fuerte. No hay una sola nube.
En esa misma zona Luz Piedad atiende su chaza. Vende cigarrillos al menudeo y golosinas mínimas: chicles, confites y mentas; trabaja en el parque desde 2010. "Es muy calmado, no hay peleas", dice, con una cajetilla de cigarrillos mentolados en la mano. Los filtros blancos contrastan con sus dedos color panela clara. "Yo quiero mucho este parque, por trabajar aquí me dieron la caja de dientes y las gafas", dice. Se refiere a Boston Vive, una corporación cívica que desde 2005 vela porque el parque sea un lugar atractivo. Su sede de fachada amarilla está al frente del pomarrosa.
Wilmar, jalando un carrito de Delicias Ice Tropical, se acerca a cobrarle a Luz Piedad una crema de guanábana que vale 800 pesos. Ella le dice que no ha vendido mucho y aprovecha para cobrarle un cigarrillo que le debe el hombre de sombrero tipo safari. Son colegas, se ven a diario, la deuda mutua queda pendiente. Luz cuenta las monedas que tiene en un vasito desechable y le da un vistazo a su mercancía. "No tengo casi con qué trabajar". La mujer lleva el pelo corto, con vetas castañas. Su herramienta de trabajo costó veinticinco mil pesos vacía y se la regaló su hijo, que ya tiene familia y vive lejos. "Después un señor me la cambió por esta que tiene coche".
En el parque hay cada vez más gente y los perros han reiniciado los jugueteos. Al murmullo general se suman los rugidos de los buses que pasan por la calle Perú y paran en la esquina del pomarrosa, donde las hojas acarician sus capotas. Los buses siguen por el lado de Antiguo Manhattan, un bar restaurante donde funcionó la famosa Barra de Boston. Luz Piedad dice que el pomarrosa florece tres o cuatro veces al año, y que la fruta es deliciosa, "dulcecita".
Cuando llega la noche y las luces de carros y negocios empiezan a iluminar, Luz Piedad me deja cuidando la chaza; dice que va a comprar algo y ya vuelve. Cierro los ojos. El ventarrón azota una guadua y produce un cascabeleo placentero que se mezcla con un gangoso jingle de helados. Tres pelaos pasan en bicicleta y otros dos que llevan una paloma herida suben por la carrera 38. Por ahí mismo baja un señor de piernas blancas como la leche, en pantaloneta y chanclas, cruza el parque y se pierde hacia el Centro. La chaza de Luz Piedad es de madera, está pintada de blanco y calculo que con menos de tres mil pesos podría comprar todo el plante.
A los minutos llega Luz Piedad con una bolsita de detergente. "Por aquí vale mil, en cambio más allacito la consigo en 800". Ahora todo es un poco más caro en el sector, los cambios de los últimos tres años lo han valorizado. "Tumbaron casas viejas y construyeron edificios, hay más gente y más comercio", dice Luz, que paga mil pesos para que le guarden el coche en un parqueadero frente al parque. Aparte de las altas torres Park Boston, una sobre la calle Perú y otra sobre la carrera 38, la novedad es el nuevo Parque Bicentenario y el Museo Casa de la Memoria, situados una cuadra al sur.
El ventarrón le sube la falda a Luz, que la ataja en los muslos. Está sentada, haciendo carrizo. Son más de las siete de la noche y al parecer el fuerte de las ventas es el día. Antes de partir, charla con una amiga que está de paso; comentan que pronto es la feria artesanal, una actividad que Boston Vive realiza el último fin de semana de cada mes, con concierto incluido los sábados: Noches de la Música Tropical. Luz Piedad se despide, arrastra el coche unos metros e ingresa por la puerta estrecha de lo que parece un parqueadero de motos.
Las ventoleras son cada vez más fuertes. Una ventera de empanadas atina a quitar la sombrilla de su toldo antes de que salga volando. Las empanadas son de carne y papa, con ají, y valen 500 pesos. En la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio hay unas setenta personas. En las últimas bancas, una mujer de capul, maquillada, escucha la misa con un perro a sus pies. La postura del perro es elegante, tiene las patas adosadas con simetría en el piso. A la salida del templo una palmera se mece rabiosa. Dejo el cuadrante del parque y me topo con una horda de colegialas que vienen por la calle Caracas: son estudiantes de la Javiera Londoño. El parque, con diez puestos de comida, las espera en esta noche de jueves.
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El Parque de Boston está en todo su esplendor. Es sábado de feria y hace buen clima. Desde antes de llegar se ve el castillo inflable y el camión con piscina de pelotas. Frente al Colegio El Sufragio hay diecisiete puestos de artesanos, y así en cada costado hasta sumar casi sesenta toldos con venta de ropa, adornos, artesanías, juguetes, dulces y comida típica. Y otra vez los perros pululan, corren y juegan; al parecer todos los vecinos de Boston que tienen perro encuentran en el parque el sitio predilecto. Son tantos los cuadrúpedos, que parecen robarles el puesto a niños y ancianos. Ante el panorama no hay discusión: todos le sacan jugo a este parque.
"Si no toma fresco me lo llevo pa la casa", le dice un padre a su hijo de cinco años antes de iniciar una vuelta en un jeep que arrastra Cristian. El niño tiene un refresco de naranja que no le apetece. "¿Está muy caliente?", le pregunta el papá, pero el niño toma. Cristian empuja el carro desde atrás y arrancan. A pesar del gentío, en menos de tres minutos están de vuelta en el punto de partida, donde hay estacionados cinco carritos descapotados.
Cristian es de Quibdó, tiene doce años y hace tres que llegó a Medellín con su familia. "Hago cuarenta mil pesos al día, veinte pal dueño y veinte pa mí". Calza unas medias sin resorte que se derraman en sus tenis, está de pantaloneta y camiseta, cómodo para su trabajo. Mientras llegan clientes, deshuesa un mamoncillo, tira la pepa y le pega a la nevera de Icopor de un vendedor de paletas. Juan David cuenta que hace tres meses Cristian pidió trabajo como jalador de carritos. "Vivo en Enciso y vengo de viernes a domingo a trabajar", dice Cristian, quien no pierde oportunidad: pasan unas señoras rollizas y él grita "¡uy, ¿quién pidió pollo?!". El humo de las comidas aumenta. Por los lados de la tarima suena Carruseles del Conjunto Miramar. Cristian sale con otro pasajero y acelera más de lo que puede, el carro se para en las llantas de atrás y se gana una advertencia de uno de los socios: "despacio o nos quitan el permiso de funcionamiento". Cristian vuelve al carrito y Juan David explica: "lo cizañean para que se porte bien, es muy cansón".
Luz Piedad está sentada muy cerca de la tarima, donde hay una batería a medio armar. Es la Noche de la Música Tropical. Dos señoras bailan, cada una por su lado, pero terminan haciendo una coreografía que hace reír a los presentes. Luego una pareja se anima y baila una salsa romántica. La gente, sentada en las jardineras, espera la música en vivo. Algunos toman aguardiente, otros cerveza, otros ron. Luz Piedad luce un vestido en tonos de verde; conversa con dos amigos, tiene una cajetilla de cigarrillos Green en la mano. El cielo está despejado y el viento manso, perfecto para una noche de fiesta.
En esta velada sabatina Luz Piedad no tendrá plata para unos aguardientes; por un vallenato desafortunado decidirá irse a dormir temprano, y mañana asistirá a misa de siete. La música durará hasta la medianoche. Habrá baile y recocha. Los toldos quedarán cubiertos con plásticos hasta el domingo y serán vigilados durante toda la noche. La iglesia, que ahora está en misa y tiene una luz azulosa en la fachada –y donde otra vez está la señora de capul con su perro en la misma posición– abrirá muy temprano sus puertas.
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Una doña se cuelga de un brazo metálico que exprime naranjas. Su puesto de venta de jugos está en la esquina de Caracas con la 39. La feria artesanal aún duerme. Dos personas trotan alrededor del parque mientras una empleada de Boston Vive barre el piso entre los toldos. Aún no son las siete de la mañana y la iglesia alberga a unas 300 personas. Algunos feligreses entran, tocan la madera de la cruz que carga Cristo y se echan la bendición. Minutos más tarde, haciendo juego al sermón del domingo, el padre dice que Medellín se ha convertido en una pequeña Sodoma, y habla de los placeres mundanos que han alejado a los cristianos del templo.
A la salida de misa hay varios taxis esperando clientes recién comulgados. En la esquina se improvisó una venta de flores, verduras y frutas; son campesinos que vienen de la Placita de Flórez. Amas de casa se acercan a comprar y siguen su camino. Otros, como dos señoras agarradas de gancho, aprovechan para darle unas vueltas al parque. También hay un puesto de empanadas donde un artesano desayuna.
Luz Piedad sale de la iglesia y se dirige al parqueadero para sacar su chaza. Avanza por un corredor oscuro con piso de cemento. Al fondo hay una cocineta y unos pocos cuartos con delgadas puertas de madera. Luz abre un candado pequeño y descubro una pieza de un metro cuadrado con una colchoneta que debe doblarse para que quepa. De un palo cuelgan tres vestidos, entre ellos el de tonos verdes, y dos blusas. En el suelo hay un rollo de papel higiénico, una pastica de jabón y una grabadora. Luz Piedad revisa que su celular haya cargado, vuelve a poner el candado y sale con su coche hacia el parque, el lugar donde vive y sobrevive.
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A las ocho de la mañana tres personas están barriendo: la barrendera oficial, la barrendera cívica y René, que limpia los adoquines con su meticulosidad enfermiza. Me acerco. La herramienta con que extrae la mugre de las hendijas es una desgastada segueta azul que le regaló su mamá; vive con ella "por las letras del Coltejer". Al hombre le cuesta hilar las frases, se le esfuman las palabras, trata de pescarlas en el aire con la mirada. René Montes nació en Sonsón y hace veinte años llegó a Medellín. A sus 43 años no sabe exactamente por qué eligió este parque, pero desde 2009 lo barre casi a diario, adoquín por adoquín, hendija por hendija, a cambio de las monedas que le dan.
Un pedazo de torta de pescado con arepa reposa en una jardinera. Es el desayuno dominguero de Luz Piedad, que lo dejó ahí mientras le vende dos cigarrillos a un taxista. Antes atendió a un joven, a un trabajador y a un vecino que llegó a saludarla con un tinto humeante en la mano. Luz viene y va hasta el sardinel, se sienta, se cubre del sol con una mano. Su coche está a la sombra del pomarrosa. Al frente, el Pan de Azúcar relumbra blanco y enceguecedor.