Estudiantes del Colegio Salesiano El Sufragio, manga de Boston, 1940. Archivo fotográfico Colegio Salesiano El Sufragio.
En las mangas del Parque de Boston los niños juegan a esconderse y a la pelota. La mayoría son hijos de los obreros que trabajan en las prósperas fábricas de la ciudad. Es 1938 y el barrio, con un parque incipiente rodeado de potreros y algunas casas, ve aumentar su población con familiones que llegan de los pueblos a buscar la ilusión del progreso, simbolizada en el humo de las chimeneas de la compañía de tejidos.
Entre esos niños que corren hay varios Tobón Tobón; son los más pequeños de los ocho que tuvieron Eduardo, telegrafista, y su esposa Francisca. El menor de ellos, Octavio, tiene doce años, los ojos muy azules, y dicen que es como un santo en miniatura. El párroco de la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio, Roberto Pardo, le dio a doña Francisca la noticia de que este año su hijo menor podrá estudiar allí mismo, junto al templo y al pie de las mangas, en la escuela que acaban de inaugurar para fomentar las vocaciones religiosas del seminario salesiano de Mosquera, Cundinamarca.
Son 113 niños los que comienzan la obra de Don Bosco en Medellín. Cursan primero, segundo y tercero elemental; así van abriendo paso a grados superiores, según la necesidad de los estudiantes y del creciente barrio. Octavio siente el llamado de Dios; quiere ser un hombre tan bueno como el padre Pardo, y tan sabio como su hermano músico, el organista Gabriel Tobón. Luego de estudiar un par de años en El Sufragio, el muchacho de ojos azules viaja a Mosquera para continuar su formación escolar y pensar en el sacerdocio. Se aleja así de la escuela que le enseñó las primeras letras, esa misma que con el tiempo y el esfuerzo de todos los vecinos dejaría de ser una casa de tapia para convertirse en una imponente edificación, con salones nuevos, largos pasillos y hasta patio de descanso. El edificio de tres pisos y algunos rasgos de estilo colonial completa el ala occidental del Parque de Boston, con la carrera Giraldo en la fachada, la calle Caracas a un lado, y el desconocido Callejón de las Infantas en la parte de atrás, lindante con el coliseo de deportes y teatro.
Primeros estudiantes del Colegio Salesiano El Sufragio, 1940.
Archivo fotográfico Colegio Salesiano El Sufragio.
Octavio cuenta hasta ahí la historia del colegio. Luego se le nubla un poco, a sus 89 años ya no tiene claro cómo fueron desapareciendo las mangas para jugar y los pececitos de la quebrada Santa Elena. Él se convirtió en hermano salesiano. Al cabo de los años, hace casi treinta, regresó al colegio, ya no como estudiante sino como profesor de historia y español, y también para tocar el piano en las eucaristías y fiestas de María Auxiliadora.
Su vida como hijo de El Sufragio la recuerda ahora desde el pequeño salón que le asignaron en el subsuelo del colegio para guardar su música y dar algunas clases particulares de melodía y entonación. Don Tobón, como lo llaman varias generaciones, está un poco sordo y le cuesta caminar. Aun así, todos los días cumple el ritual de darle la vuelta al colegio. Se demora cuarenta minutos en completar la manzana, o un poco más si visita a sus familiares muertos en la cripta del templo parroquial.
“¡Cuidado con el balón!”. Los de esa esquina bajan la cabeza. Corren. Están aquí y allá al mismo tiempo. Sonidos agudos colman el patio de recreo. Un pastel de pollo cae al suelo. “¡Sí veee!”. El grito a todo volumen precede a un empujón. “¡Holguínnn! ¡Holguínnn!”. El aludido se voltea y un papel convertido en pelota le golpea la espalda. “Qué puntería”. La recoge del suelo y la devuelve a su contendiente de risita maliciosa. Corren. Saltan. Se empujan. Se trepan unos sobre otros. Se abrazan. Baloncesto. Voleibol. Balones. Todos juegan a algo. “¡Marcosss! ¡Oigan, esperennn!”. Tiembla la tierra. El silencio nunca ha estado tan ausente.
Como en una centrifugadora, la energía parece expandirse desde el centro del patio de recreo del Colegio Salesiano El Sufragio, centro de Boston, centro de Medellín. Son las 10:15 a.m. y el timbre anuncia el segundo descanso de primaria; 458 estudiantes, entre los seis y los once años, están en todas partes. Los que están de pie no permanecen quietos; es más, no puede decirse que cubran un solo lugar. Bueno, hay uno que sí se ha quedado quieto. Los sentados comen manzana o papas de limón, los alimentos más repetidos en la lonchera escolar. La intuición dice que en pocos minutos estarán corriendo, multiplicando la misma energía que ahora consumen. El que está de pie, quieto, se llama Londoño. Ah, no, Miguel Ángel –ay, esa costumbre masculina de evocarse por el apellido–. Cursa 3o. B, y tiene crespos y cara de haber sido prestado para un pesebre. Lleva los brazos atrás y se inclina un poco para poder leer la cartelera de la Semana de la Salesianidad, que en el colegio tuvo fiestas, misas y torneos. Hay fotos diminutas de desfiles y formaciones de grupos. El Sufragio celebró el espíritu del santo Don Bosco y también la Antioqueñidad, esa mezcla de religión y patriotismo que suele inculcárseles a los alumnos en las instituciones privadas.
Miguel Ángel pierde el interés por la cartelera y mira a su alrededor por si algún compañero aparece. Hoy les toca partido de interclases contra 4o. A, pero él no podrá jugar fútbol. Se quedó con la camiseta de cuello en V y borde negro debajo del uniforme de diario: “me cerraron el salón y no me pude cambiar”. Dibuja cada palabra con la ternura de sus ocho años.
Estudiantes del Colegio Salesiano, 1961. Archivo fotográfico Colegio Salesiano El Sufragio.
Dice que su mamá es quien viene a recogerlo porque dejó de trabajar para cuidarlos a él y a su hermano menor, que está en la guardería. “Yo soy el mayor de todos”, dice con orgullo. Explica que los niños de primero se hacen por allá en el parque –habla la mano–, pero los que son como él, ya grandes, están en cualquier parte. “Unos nos hacemos en el túnel y otros se quedan aquí, en la cancha, o en el árbol”; señala el más frondoso, una acacia sin flores que divide en dos el gran patio de recreo. En la misma línea central, junto a la acacia, que “siempre” ha estado ahí, hay un guayacán pequeño, de no más de seis años; un “pavo espolvoreado” que tampoco ha florecido, y otro árbol que ni el jardinero Róbinson sabe cómo se llama.
El túnel que menciona Miguel Ángel está justo bajo sus pies. Es un pasillo largo en el subsuelo del colegio. Allí quedan la biblioteca, el salón de audiovisuales, un laboratorio, el cuarto de música atiborrado de partituras, el salón de Memoria Histórica donde se guardan los retratos de rectores colombianos e italianos, la mapoteca empolvada y algún cuarto de mantenimiento. A los estudiantes les encanta sentarse ahí en el piso con sus tablets y smartphones para hacer competencias de juegos o repasar para un examen. En el túnel tampoco hay silencio pero los decibeles van en descenso. Es una especie de lugar para relajar el cuerpo y poner en reposo la energía que arriba está en continua explosión.
Miguel Ángel ya se fue. El timbre de las 10:45 a.m. suena para que primaria regrese a los salones. El patio se ve vacío, y muy limpio, en cuestión de dos minutos.
En los tres pisos de aulas, una galería junto a la calle Caracas, los docentes luchan por mantener la atención de los alumnos. En 5o. B, primera planta al pie del coliseo, el profesor repite “good morning” tres veces, y a la cuarta lanza la bendición en inglés para seguir con el padrenuestro. Arranca con “Our father, who art in heaven...” y treinta voces se unen a la plegaria. En el salón contiguo, también de primaria, la profesora de ciencias naturales de 3o. C explica los detalles del reino animal. Concentración absoluta. Arriba de ellos, en el segundo piso de baldosas ajedrezadas, el bullicio es aún menor: los de séptimo, décimo y once resuelven guías y ejercicios. Los muchachos de 11o. A, de barros y barba incipiente, con la chaqueta azul cielo de la promoción 2013, se dedican a la física: “un alambre de 2 O [ohmio] se estira aproximadamente tres veces su longitud original. ¿Cuál es su resistencia?”. Mientras la respuesta surge, otro timbre se escucha en El Sufragio: 11:30 a.m., los 683 estudiantes de bachillerato salen a descanso.
¿Dónde están? ¿Por qué no han llegado al patio? Se toman con calma la hora de recreo. Hay balones, sí, hay juegos, pero estos muchachos ya son grandes, y en vez de correr, caminan. Los de sexto y séptimo se hacen de la acacia para allá y comienzan un partido de fútbol. Pero no se ven veintidós jugadores, sino más de cien. Es imposible diferenciar arqueros y goleadores con tantos transeúntes yendo y viniendo sin rumbo preciso.
Junto al laboratorio de química, enfrente de la casa cural de la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio, cinco jóvenes de 11o. A sentados en el suelo discuten el problema de resistencia, miran un libro de carreras universitarias, y cambian de tema para referirse al paro agrario. No hablan de las niñas del Colegio María Auxiliadora, vecinas del barrio, sino de los desplazados y los campesinos del país. Vuelven al problema por resolver y un solo muchacho concentra la atención de sus compañeros. Les explica con paciencia de profesor y ellos parecen entender. Los de once ya son gente seria. Acaba de llegarles la citación para las pruebas Saber 11, más conocidas como Icfes, un examen que siempre da miedo aunque los alumnos de El Sufragio estén bien preparados... Al menos así lo han demostrado las generaciones que desde hace un par de décadas dejan al colegio en las categorías Superior y Muy Superior.
Así como el patio se llena y se vacía con cada timbre que suena en las mañanas y a la una de la tarde, cuando todos se van para sus casas, el Colegio Salesiano El Sufragio renueva su energía en noviembre y en enero, al despedir a los jóvenes de último grado, que enfrentan su adultez, y al recibir a los pequeños de preescolar y primero, que resuelven entre juegos y aprendizajes su etapa escolar.
La historia del colegio confluye, pues, en cada uno de los estudiantes que han pasado por sus aulas a lo largo de 75 años, entre ellos el escritor Fernando Vallejo, antirreligioso declarado, que a los once años, en 1953, se aterró de la separación tajante entre hombres y mujeres que imponían los sacerdotes a cargo de la enseñanza.
Don Tobón es otro de los tantos egresados, solo que hoy vive en El Sufragio. Antes de irse al cuarto de música, donde otros silencios lo aguardan, el hermano observa el patio, ahora en calma, y dice que la historia del colegio va a continuar por décadas y quizás siglos; que aunque Boston siga cambiando, Medellín se vaya ensanchando y él mismo algún día muera, El Sufragio, con sus más de mil estudiantes y esa energía que emana cada día, continuará siendo un vecino indispensable del parque y de la comunidad, porque ya ha visto crecer a tantos que dejó de ser un edificio para convertirse en un detonador de recuerdos.