Así como el proceso conducente a la adjudicación de la Plaza de Mercado no fue un hecho aislado sino que formaba parte de unos mismos propósitos, atados por los intereses de grupos empresariales y/o familiares de la burguesía, la construcción de la misma por parte de la familia Amador y los edificios contiguos por parte de Eduardo Vásquez, tuvieron muchos elementos comunes. No sólo compartieron vecindad, sino tiempos, materiales, tecnología, principios estéticos y al arquitecto diseñador.
Como es obvio, el primer paso fue la compra del lote. Siguiendo el plan urbanístico concebido, que acogía las recomendaciones del contrato con el municipio, se habían señalado las avenidas y calles, y el loteo respectivo; los principales lotes localizados en el perímetro de la plaza fueron vendidos por la familia Amador a las personas y familias que los habían apoyado en la licitación. Dos de estos fueron vendidos por Gabriel Martínez C., apoderado de los Amador, a Eduardo Vásquez el 22 de febrero de 1893 por la suma de $62.880, parte en dinero y parte en pagarés. El dinero en pagarés fue entregado entre el 26 de enero y el 23 septiembre de ese año, según se desprende de los recibos firmados por Januario Henao, donde consta que los dineros hechos efectivos eran para “gastos en la empresa del Mercado Cubierto de Guayaquil”, los que en ese lapso fueron pagados más de $47.000 pesos.
Eran dos edificios, pero el lote que tenía 1.570 varas cuadradas de a 84 cms., fue el destinado para el edificio norte. Los límites incluidos en la escritura que dan cuenta de la forma en que se definió el urbanismo, eran: “por el oriente, con la carretera de Carabobo, por el sur, con la calle que ha de poner en comunicación la avenida meridional de la Plaza de Mercado Cubierta de Guayaquil con la expresada carretera; por el occidente con la Avenida Oriental de la misma Plaza, y por el norte, con la calle o plazoleta que ha de poner en comunicación a dicha Plaza con la referida carretera y que quedará precisamente frontera al pórtico de tal plaza”. Con la excepción de la carretera de Carabobo, el resto era un territorio sin nombrar, prueba de lo reciente del mismo. La nueva toponimia asignada resistiría poco tiempo y a la vuelta del siglo ya había cambiado. (…)
La primera relación constructiva de la Plaza de Mercado con los edificios comerciales se da desde la compra de los lotes, puesto que en la venta se estipuló que Eduardo Vásquez podría, gratuitamente, “desaguar los acueductos de los edificios que se construyan en los lotes que compra, en los acueductos de la Plaza de Mercado Cubierto de Guayaquil; esto con las limitaciones y cargas a que se refieren en materia de desagües los contratos sobre construcción de dicha Plaza de Mercado”; de modo que los edificios se conectaron a ese largo Zanjón que fue abovedado con ladrillo cocido e iba a lo largo de la calle San Juan, al sur de la plaza y por ende de los edificios comerciales. (…)
La ocupación y las transformaciones en el Carré
Edificios Vásquez y Carré en la Plaza de Cisneros. Gonzalo Escovar, c. 1910.
Cada uno de los edificios comerciales, desde el principio, fueron destinados para actividades comerciales en el primer piso y de vivienda en el segundo y el tercer piso. En la póliza contra incendios de 1894 si bien se decía que se destinaba para tiendas y almacenes de víveres, licores y mercancías, en el endoso se aclaraba que también era destinado “para habitaciones (en las partes altas) con sus correspondientes servicios de cocina”. La planta del primer piso se dividió entonces en 16 locales y los pisos superiores para conformar dos apartamentos, y tener un total de cuatro en cada edificación. Cada apartamento constaba de 8 piezas, excusado, cocina y baño; los del segundo piso tenían corredor al patio común. El agua que se suministraba era propiedad de Eduardo Vásquez, quien había comprado varias “pajas de agua” al municipio para el servicio de los edificios.
Los edificios se empezaron a diferenciar, después de 1901, cuando el ubicado en la parte sur se incendió, quedando abandonado por muchos años y conociéndose popularmente como el edificio “quemado”, mientras que el de la parte norte simplemente se le llamaba el edificio de ladrillo de Guayaquil. El edificio de ladrillo no tuvo mayores inconvenientes y su ocupación estuvo sometida estos años a los vaivenes de la economía local; su ocupación o desalojo en ningún momento se debió a factores de éxito o fracaso particular, sino al ritmo del aumento o descenso del canon de arrendamiento en la ciudad. Tampoco se debió a supuestas limitaciones técnicas o carencia de alguno de los servicios básicos, pues los poseía en su totalidad, como se desprende de la descripción de uno de los apartamentos del tercer piso realizada en un contrato de arrendamiento de octubre de 1908, que deja muy en claro las características de cada apartamento:
Tiene tubo y llave de agua limpia entre la cocina, tubo nuevo para botar las aguas sucias, excusado inodoro, en perfecto estado, pues acaban de arreglar la tina del depósito de agua limpia, con todos sus accesorios; tiene fogón y poyo en ladrillo, completos, despensa con armario y cajones a la altura de mano alzada, donde no tiene papel de colgadura. De estos debemos advertir que no están en buen estado en algunas de las habitaciones... (…)
El Carré inició sus obras de mantenimiento y readecuación desde noviembre de 1916, aprovechando que desde octubre se habían desocupado dos de las casas. Para ese instante el estado de los apartamentos o casas era considerado “malísimo”, por el deterioro que le causaba las humedades debidas a un daño en las canoas; por lo cual se dispuso colocar “canoas de tejones cubiertas con capita de cemento”. La readecuación interior de los pisos de habitación la ordenó Eduardo Vásquez desde Francia, en lo que estuvo de acuerdo el administrador, pues con esto sería “más fácil el arrendamiento y se obtendrá mejor resultado”, en medio de una ciudad que conservaba altos los precios de la propiedad raíz, pero con arrendamientos “pesados, seguramente por el poco movimiento comercial”; se dispuso entonces que cada piso tuviera cuatro casas en vez de las dos tradicionales que había tenido desde el principio. (…)
Ya para julio de 1917 las refacciones y la readecuación del edificio estaba culminado, iniciándose la ocupación total. Pero durante la crisis que se veía venir desde 1919 las condiciones de los ocupantes se hicieron difíciles, continuando así por muchos tiempo; para junio de 1921 los arrendatarios de los locales de los edificios Carré y Vásquez, se dirigieron a Pedro Nel Ospina, en estos años el apoderado de Eduardo Vásquez, para que les rebajara el canon de arrendamiento, algo que ya se había hecho con anterioridad, pero argumentaban que: “en esa época la situación del comercio y negocios era mala, muy mala, por eso, sin duda y por consiguiente nuestra petición justa y legítima, usted, accedió a nuestros deseos. De entonces a hoy, media un abismo y vamos de mal en peor”. La sumatoria de factores incide entonces en lo que sería el inicio de los cambios en los usos en el Edificio Carré.
Edificio Carré, s.f. Archivo fotográfico de la Fundación Ferrocarril de Antioquia.
El aumento de población urbana y la llegada de sectores populares de provincia, generó la demanda de hospedajes económicos en el puerto de llegada que era Guayaquil; de otro lado la crisis económica y la dificultad de arrendamiento de las casas y locales, llevó a que se aumentara la subdivisión pasando de 16 a 18 locales, que variaran los usos del primer piso de almacenes o tiendas únicamente y se instalaran cantinas; en el segundo piso en vez del uso residencial se admitieron los eufemísticamente llamados clubes de juegos, en realidad garitos, y volvió a la antigua subdivisión, en este caso dos establecimientos en el piso y no los cuatro apartamentos que se hicieron en 1917; en el tercer piso se popularizaran los hospedajes, convirtiéndose desde finales del decenio del diez en verdaderos inquilinatos, a pesar del control y los llamados de atención del administrador. En este momento de cambios en la ocupación y apropiación, llegó la nueva crisis bancaria y comercial de la ciudad que condujo a la entrega de la edificación en 1922, por parte de Eduardo Vásquez al Banco de Sucre para cubrir las deudas contraídas por una de sus empresas, culminando en apenas 28 años la relación del inmueble con su promotor e iniciándose otro tipo de relación que marcará en definitiva el rumbo del Edificio Carré. (…)
El Carré y la nueva dimensión estética del ladrillo
En los tiempos de la construcción del Edificio Carré se pedía no sólo utilidad sino adorno. Había una incipiente preocupación estética, que hacía que el proyecto más mínimo, sobresaliera sobre el conjunto homogéneo y monótono de la ciudad, y por lo tanto saludado desde la prensa con desbordadas frases de alabanza. Los deseos de cambio no daban espacio para la mesura en esas mentes que querían superar los límites aldeanos y sentir que en realidad su medio natural cambiaba. La estética era una medida de ello, y se aplicaba a todos los ámbitos de las artes para demostrar en palabras de Camilo Botero Guerra en 1893, que la “tierra del oro y del mercantilismo no es estéril para el genio y sus inspiraciones”; algo que no era ajeno a la arquitectura a la que se le pedía ornato y elegancia, además de los otros atributos más pragmáticos, lo cual pasaba por la búsqueda de lenguajes inéditos en la aldea, que para ser ciudad debía buscarlos lejos de sus fronteras, generalmente allende del mar.
Para eso fue traído el francés Charles Carré y a ello se aplicó desde su llegada a mediados de 1889 en la obra de la nueva catedral de Villanueva, en el palacete de José María Amador y lo haría en la Plaza de Mercado y en los edificios comerciales contiguos en Guayaquil; en los que el elemento común fue la utilización del ladrillo a la vista. Pero el ladrillo en la arquitectura de Medellín no lo “inventó” Carré, como nos lo quieren hacer creer algunos; ya estaba madurando en las obras de carácter civil: en la infraestructura vial o en los nuevos edificios de la incipiente industria, esto es, las fundiciones y las trilladoras.
Edificio Carré, s.f. Archivo fotográfico de la Fundación Ferrocarril de Antioquia.
El ladrillo era el fundamento en la construcción de los nuevos puentes urbanos y rurales. Manuel Uribe Ángel, referencia los puentes construidos en cal y canto, en ladrillo y piedra, para el año de 1885: los de Guayaquil y Colombia sobre el río Medellín; Junín, Palacé y de Arco, sobre la quebrada Santa Elena, además de otros sobre arroyos que cruzaban la ciudad; acota además que todos ellos eran fabricados con perfección “pues, dicho sea de paso, las artes y los oficios han llegado en la capital a condiciones sumamente recomendables, y entre ellos el arte del albañil figura en primera línea”. En la cualificación de la mano de obra, en el manejo del ladrillo, había contribuido fundamentalmente el alemán Enrique Haeusler, en la Escuela de Artes y Oficios, quien precisamente había construido el puente de Guayaquil en 1879. José María Villa en el puente de Occidente, inaugurado después de la construcción de la Plaza de Mercado o del Edificio Carré, en diciembre de 1895, elaboró allí torres de fábrica, es decir, cal y canto, desde donde se desprenden los cables que sostienen el tablero, con gran suficiencia estética, una muestra de la destreza y madurez a la que habían llegado los obreros en el manejo del ladrillo, independiente de quien diseñara o dirigiera la obra. (…)
Desde aquellos tiempos donde Guayaquil era sitio de contrastes, de cosmopolitismo, de bohemia, de tráfago, inmoralidad, vicio, peligro, y un largo etcétera de aspectos contrarios a la moralidad de Medellín, quedó impresa en la memoria urbana una imagen de un Edificio Carré idéntica a la consignada por Gilberto Gallego, y que sobrevivió hasta finales del siglo XX, antes de ser restaurados:
Carré
Un periodista bogotano estampó cierta vez:
-A Medellín se entra por un burdel.
El licor es la antesala de la lujuria, el placer triste. A este Edificio Carré, parcelado en cuartuchos para mujeres que trasnochan, se subía por unas escalas gastadas por las pisadas de los transeúntes innúmeros. Unas escalas como adquiridas en un novelón ruso de comienzos del siglo. Cada cuartucho estaba “separado” de los siguientes por unos tabiques o canceles. Era el cerco indispensable, el marco de elemental pudibundez que se impone hasta en la ciudadela de la sodomía. Por lo demás, las rehendijas eran más que complacientes para el ojo experto en pesquisas insanas. Fuera de que “apartamiento” a “apartamiento”, podía escucharse, no sólo la palabra, el diálogo de las bestias trenzadas, sino hasta el respiro del ebrio, su eructo, o el reclamo azaroso de las defraudadas mujerzuelas:
- ¡De aquí no salís sin pagar, miserable! ¡Te corro esta barbera, ve, por este Cristo que hay ahí!
Y, efectivamente, había un Cristo de litografía, decorando el ambiente de prostíbulo, escoltado por una afiche con la efigie de Alfonso López y por una postal de José Bhor, o de José Mojica, que por entonces hacía furor.
En el tablado envilecido sonaban los pasos con eco delator. Retazos de diálogo. Unas manos que chapotean en una palangana. Una tos. Un fósforo que enciende un cigarrillo y el más atroz de los diálogos que he oído jamás:
-¿Cuánto?
-¡Uno cincuenta!
-¿Sin rebaja? ¡toy pelaón!
-¡Que le rebaje su madre!
-O la tuya, que por “aí” debe estar.
Cierre del candado, nuevamente. Y nuevamente unos pasos que descienden por la escalera adquirida en el novelón ruso, hacia afuera, hacia la calle, hacia la vorágine de peatones, carros, voces, gritos, canciones, pitos, reniegos, blasfemias y carcajadas...
En poco más de cinco minutos se había hecho la parodia del amor, en un lecho sin afecto, entre una mujer fea y fría, ausente, rencorosa y voraz, y un parroquiano rijoso y embrutecido por el alcohol...
Por esas escalas bajaron muchos con la espalda atravesada por un puñal, con la cara metida entre el paréntesis de barberazos, o con la frente humillada por una garrotazo. Y muchos, también con la fuente vital arruinada, en una época sin penicilina, cuando la enfermedad llamada “tigre” entre mineros se curaba, según el prejuicio alentador, con baños de malva, tajadas de piña fresca y un poco de aceite de canime...
Ya para principios del siglo XXI el edificio no está dividido en cuartuchos, no son los espacios de la sordidez, a los que conducían escaleras traqueteantes, ni habitadas por mujeres que ofertan su cuerpo de manera presurosa. Es el mismo volumen arquitectónico, pero dividido en oficinas, con otro aire y otro destino paradójico, pues donde reinó la ignorancia y la estupidez humana, se planean y dirigen las políticas educativas de la ciudad.
*Fragmento tomado del libro El Carré y el Vásquez: memoria urbana de Medellín en el contexto de Guayaquil, publicado por la Alcaldía de Medellín y la Secretaría de Cultura Ciudadana.
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