Centro Administrativo La Alpujarra. Gabriel Carvajal, 1990.
Apenas asoma el sol en las montañas del oriente y ya se escucha la turbina de los secadores de mano, y el espray esparce nubes de laca sobre los cabellos de estas mujeres. Son las seis y media de la mañana y ellas son las primeras clientas del salón de belleza María Auxiliadora, ubicado en el segundo piso del Pasaje Comercial Metrocentro. Son mujeres maduras, mayores de cincuenta años, vestidas con trajes de dos piezas y obligadas a la tarea de acicalarse cada día. La escena tiene la agitación de un camerino antes del espectáculo, pero es solo el preparativo diario para atender a una multitud de gente de ocho a doce y de dos a seis. Cuando ya se sienten por fin como un postrecito, salen con sus cabellos firmes y abombados, taconeando hacia ese complejo de edificios, construido entre 1983 y 1987, que se llama oficialmente Centro Administrativo José María Córdova, pero que todos conocen, sin saber por qué, como La Alpujarra, término árabe que significa centro de gobierno de una ciudad, y que la gente acuñó como moneda de cambio.
Cruzan Carabobo y pasan al lado de los verdaderos madrugadores, agolpados a las afueras de las oficinas de la Dian. Como si fueran aves migratorias, durante algunas épocas del año se puede contemplar a centenares de personas que forman una serpenteante fila; sus caras largas, sus piernas inquietas y su mirada recurrente detrás de las vidrieras delatan la estoica resignación de quienes están obligados a hacer diligencias. Porque a eso se viene a La Alpujarra, a armarse de paciencia para hacer vueltas. Muchos de ellos llegan allí en plena noche, a la espera de un turno para cumplir con los requisitos de las últimas reglamentaciones tributarias.
Al ser el epicentro de las decisiones que se toman en el sector público del departamento y de la ciudad, todo aquel que quiera buscar plata del aparato estatal, que tenga un proyecto para su comunidad, que quiera quejarse de un problema en su barrio o municipio, que tenga una deuda con la justicia, o que simplemente deba pagar sus impuestos, termina pasando por La Alpujarra. Su historia está trazada con manifestaciones, reuniones y filas incontables, y quizás son estas últimas las que mejor reflejan la forma como vivimos. Por un lado, la fila respeta el mérito del que más madruga, y la espera compartida integra a personas de diferentes condiciones sociales y estimula la solidaridad con viejos y discapacitados; pero, por otro lado, también revela que aquel que tiene con qué puede evitarse el desgaste de la espera, saltarse algunos molestos pasos y hasta comprar algo de tiempo, pues los más pudientes suelen darse el lujo de pagar a un “doble” para que los sustituya en los momentos más agobiantes de estos trámites.
Sonia, una mujer de unos cincuenta años con pinta de campesina, desde hace una década se levanta a las tres de la mañana a guardar un puesto por veinte mil pesos. Como la fila es su pan diario, ha aprendido a vencer el sueño con tinto y el cansancio con calistenia en una baldosa. Su semblante parece jovial, muy distinto al de la mayoría, que desarrolla una creciente ofuscación, al sentir, mientras avanza hacia la anhelada taquilla, que la fila es un castigo ineludible del purgatorio burocrático.
Nadie sabe más de estos sentimientos encontrados que Carlos, un decano de la tramitomanía. Comenzó de mozuelo cuidando carros y motos cuando ni siquiera había parqueaderos, y a comienzos de los años ochenta fue testigo de la transformación de aquellas mangas y bodegas del extinto ferrocarril en estos edificios donde hoy se rigen los destinos de los antioqueños. Es un moreno flaco y canoso que refleja el arquetipo del oficio. Si algún día se le hace una estatua a los tramitadores, deberá ser allí, frente a la Oficina de Instrumentos Públicos, bajo esos almendros, con la pinta de Carlos de cuerpo entero: enfundado en un desgastado saco azul oscuro que por lo grande parece prestado, con una camisa blanca y curtida, una correíta delgada de cuero que a duras penas sostiene sus pantalones de dril, y zapatos negros de cuero negro pelado, en una mano un cartapacio de plástico lleno de fotocopias de RUT y solicitudes dobladas, y en la otra, levantada hacia lo alto en señal de triunfo, un certificado catastral emitido por el Instituto Agustín Codazzi. De ñapa, también deberá tener a una Sonia detrás, cuidando un puesto y señalando hacia la Dian como esa pareja de colonos del cuadro Horizontes del señor Cano.
Mientras le llega este homenaje, a Carlos se le ponen los ojos vidriosos de nostalgia al recordar lo que él llama la época dorada de los tramitadores, hace veinte años, cuando era obligación cumplir con una serie kafkiana de vueltas, sortear laberintos burocráticos de sellos y autenticaciones, y enfrentar minotauros de ventanilla para completar un solo trámite. En aquellos “gloriosos días” Carlos se dio cuenta de los vericuetos del oficio, supo ganarse la confianza de algunas “amistades de adentro” a punta de mandados, aprendió los atajos para acortar el tiempo en la expedición de certificados y cambió el dulceabrigo por la carpeta de cartón. La dinámica del edificio de los juzgados tal vez sea la que evidencie más claramente las dos caras de esta moneda. Lejanos están los días en que aquella construcción fue el puerto de Guayaquil, vital e inagotable, con los tranvías, la plaza de mercado El Pedrero, los lujosos hoteles en los edificios Vásquez y Carré, los bares de bohemios y tahúres, y los trenes que cargaban y descargaban productos y mercancías procedentes de los puertos de la costa norte colombiana. De eso apenas quedan las fotos que venden en el Pasaje Carabobo, y una edificación restaurada donde funcionan cafeterías y entidades financieras. Y del vigoroso tren queda una vieja y pesada máquina negra, al lado de una placita con mesas de hierro y parasoles de color verde y blanco como la bandera de Antioquia.
Los “asuntos” por lo regular comienzan en la antigua estación del ferrocarril.
Allí es común ver a un par de litigantes bien trajeados entrenando a sus clientes en lo que deben y no deben decir para enfrentar las audiencias en las salas de los juzgados. Porque una vez adentro, la calma de aquella salita al aire libre se cambia por las filas apretadas, la congestión de los ascensores, la atmósfera de estrechos despachos saturados de folios y archivos, los teclados trepidantes, y ese ambiente protocolario característico de los procedimientos legales. Este es un edificio que, a menos que seas abogado, fiscal, juez, empleada del aseo o lustrabotas, nadie quiere pisar por el simple gusto de conocerlo. No en vano, cuando le preguntas a la gente de la calle sobre esta edificación recuerda dos situaciones contradictorias.
La primera por lo regular es la tragedia de los condenados que prefirieron saltar al vacío y dejaron su recuerdo en las losas de granito cambiadas luego del impacto. A pesar de eso, el segundo referente resulta más pintoresco: las manifestaciones de los trabajadores de la rama judicial cada vez que salen a huelga para reclamar sus derechos laborales. No es tanto por lo que reclaman, sino por lo llamativas que resultan sus concentraciones a las afueras de aquel edificio. Son notorias sus arengas contra los mandatarios nacionales de turno, que parodian pegajosas cancioncillas populares; sus pasquines fotocopiados, que distribuyen entre los transeúntes en busca de apoyo a la causa sindical; y sus sancochos diarios en olla comunal, acompasados por enormes bafles que reproducen música protesta latinoamericana en las mañanas y cambian a canciones tropicales cuando llega la tarde, para mantener “el brazo en alto por la unidad y cohesión del movimiento, compañero”.
Sin embargo, diariamente, sin que muchos lo adviertan, ocurren dramas de mayor calibre a los pies de este edificio. Hacia las siete de la mañana la Avenida San Juan luce pletórica de buses de todas las procedencias que descargan a cientos de personas. A todos se les ve bajar con el pelo mojado y la cara aún hinchada por el sueño. Mientras unos se internan en los edificios entre voceadores de periódicos, o toman el primer tinto frente a puestos de revistas que se desdoblan como caracoles amarillos de metal, otros deben pararse a esperar una señal. Frente a San Juan, detrás de una valla ubicada en la rampa que conduce al sótano del edificio de los juzgados, diariamente se arremolina un grupo de mujeres que cargan bolsas plásticas, acompañadas de niños que pasan la mañana entretenidos con un poco de pan y unos cascos de mandarina. Ellas aguardan la llegada del bus del Inpec para entregarles a los guardias, que visten un camuflado azul pixelado, un atado de ropas y mensajes escritos en hojas de cuaderno, dirigidos a los sindicados que esperan sentencia.
Aunque les reciben las encomiendas tres veces al día, en horas muy puntuales, y quienes permanecen en la celda de aquel sótano no pueden recibir visitas, ellas pasan el día entero atisbando la puertecita de aquel enorme garaje plateado, con la esperanza de ver al menos por unos segundos a su ser querido, antes de que el bus lo lleve al presidio. Es más que común ver a alguna de estas madres amamantando a hijos en brazos bajo la estatua de Francisco Cisneros, cuya leyenda agradece “la inteligencia y valeroso aporte del ingeniero cubano” a la gesta que dio inicio al Ferrocarril de Antioquia.
Cisneros también ha sido testigo de historias como la de Jenny, una niña de dieciséis años que en una hoja de cuaderno le escribe palabras de amor y aliento a su novio, detenido por robo, quien cometió aquel delito porque necesitaba plata para sacar a Jenny de la casa de su padre, donde la “mantenían azotada a golpes”. A muchas de estas mujeres no les queda más opción que depositar toda su fe en la pericia de esos “doctores” que la ley llama defensores de oficio.
La Alpujarra es tierra de “doctores y doctoras”. Allí se comprueba la anécdota popular que cuentan quienes llegan de municipios vecinos, donde la madre campesina le recomienda a su hijo: “si va a ir a hacer vueltas en La Alpujarra debe ponerse la dominguera, la de botones, y desempolvar el saco guardado, para que esos doctores lo atiendan bien, como a todo un doctor”.
Algunos le ven forma de panal, de radiador y hasta de la M de Medellín a los edificios donde funcionan la alcaldía y la gobernación. En los últimos pisos están los despachos de los altos cargos. En los pisos intermedios de la alcaldía se vive un mayor hormigueo de gentes que en los de la gobernación. Y en los primeros pisos se atiende a la gente. Por eso no es casual que los sitios de mayor afluencia de usuarios sean precisamente las afueras de estos edificios, por un lado en la oficina para sacar pasaportes de la gobernación, y por el otro en la oficina de recaudo de impuestos de la alcaldía; como quien dice, el mayor movimiento se da por aquellos que quieren salir del país y por los que se quedan y por eso deben pagar tributo.
Los empleados encargados de la atención al público pasan sus días detrás de taquillas y bajo estrictos horarios. Han asumido el semblante adusto y la sutil indiferencia propia del galeno de clínica pública. La mala fama los precede, pero en su defensa vale decir que su temperamento no es extraño, pues a diario atienden hordas de usuarios que exigen orientación, hacen preguntas o se quejan con sus facturas en la mano. Menos raro resulta que, sin importar las largas colas, detengan el servicio para hacer la pausa activa que por derecho les corresponde. Como si no hubiera decenas de personas al frente, se enfrascan en una burbuja invisible y se reencuentran con el ser humano que habita detrás del funcionario, para cumplir el infaltable ritual de sacar la torta, los globos y las serpentinas, y cantar con entusiasmo el happy birthday. Comparten los comentarios del último paseo, planean uno nuevo, revisan las fotos de la última fiesta de integración, se burlan del compañero que dio papaya pasado de tragos, se ríen por encima de los cubículos como si el mundo alrededor hubiera desaparecido. Y cumplida la pausa, con ánimos renovados, vuelven a transformarse en los mismos servidores públicos, aunque un poco más simpáticos.
Hacia el mediodía, cuando comienza la migración de los empleados que salen en busca de su almuerzo, en el santuario burocrático se siente plenamente la camaradería. Incluso quienes llevan su coca aprovechan para comer afuera y tomar aire. En los alrededores, que fueron bares, estrechas cantinas “con escasas seis mesas y quince muchachas”, almacenes de abarrotes y flotas, hoy hay parqueaderos, restaurantes y pasajes comerciales, con variados menús que van desde el tradicional ejecutivo y el arroz chino hasta los platos gourmet para los paladares más exigentes. A diario grupos de empleados atraviesan San Juan, pasan por la Plaza de Cisneros y sus espadas de luz, miran de reojo la biblioteca de EPM y transitan al lado de los edificios Vásquez y Carré para terminar en las vitrinas de Carabobo. A pesar de las transformaciones, una parte de ese viejo Guayaquil, con su revuelto de ladrones, coteros, mercaderes y prostitutas, se niega a desaparecer y persiste en diminuto, reducido, casi al borde de la extinción, sitiado por los centros comerciales que siguen expandiendo el sector de El Hueco, con su oferta de bulevares de comida y almacenes donde funcionarios, patinadores y visitantes se encuentran.
En las tardes la agitación no cesa. Los tinterillos de Carabobo, sentados en sus viejos escritorios de madera con sus máquinas de escribir, en ese oficio heredado de quienes hace treinta años tecleaban lo mismo en el antiguo Palacio Nacional, esperan a sus clientes para teclear facturas y solicitudes. Aunque resulte asombroso, todavía hacen cartas de amor para uno que otro campesino analfabeta, y recuerdan con nostalgia los prósperos días en que no daban abasto con las declaraciones de renta. Los acompañan los vendedores informales en sus puestos ambulantes, que exhiben una ecléctica oferta de actualizaciones de códigos legales, libros sobre programación neurolingüística, películas piratas y tutoriales para aprender a manejar programas de computador. Javier empuja desde hace diez años su carrito por este sector. Con un enorme bafle promociona mensajes de superación personal grabados por locutores de voces estentóreas. Su CD best seller es La alegría del ser, con temas como: “Proponte un ideal”, “Sigue una meta”, “La felicidad está en ti”, y otros muy apetecidos como “Acabe con su mal genio y libérese del stress”, que alterna con poesía de El Indio Duarte y canciones instrumentales y de relajación.
Mientras tanto, los turistas elevan la mirada hacia la imponente escultura de 38 metros de alto que corona la plaza principal de La Alpujarra. Ya es corriente ver a monos en bermudas y chanclas posando para las fotos frente al Monumento a la Raza de Rodrigo Arenas Betancur. Esta escultura de proporciones épicas y figuras en relieve destaca las gestas y personajes de la cultura antioqueña, desde los indígenas y los colonos, pasando por los mazamorreros del oro y los fierros forjados que marcaron el progreso de la ciudad, hasta las imágenes de dioses alados que emprenden vuelo hacia el infinito. Muchas veces el tour coincide con las romerías de gente venida de los pueblos con pasacalles y carteleras para protestar por una obra o rechazar ciertas políticas que afectan sus territorios.
La Alpujarra también conserva la memoria de los caídos: bajo dos árboles de bronce están los bustos del ex gobernador Guillermo Gaviria Correa y su asesor Gilberto Echeverri, quienes fueron apresados en una marcha por la paz y asesinados en cautiverio por la guerrilla. Y aún se recuerda el asesinato, todavía impune, del gobernador Antonio Roldán Betancur, víctima de un carro bomba en 1989. Ese día, el gobernador Roldán, de origen liberal y padre de dos niñas, llevaba un discurso que decía: “El derecho a la vida es el derecho fundamental del hombre, pero la violencia irracional sigue mancillando cada día ese sagrado derecho. Razón tenía Héctor Abad Gómez cuando anotaba que no es matando guerrilleros, soldados, hombres de bien, como vamos a salvar a Colombia. Es matando la pobreza, la ignorancia y el fanatismo, como podemos mejorar el país”. Pese a las diferencias partidarias y a los problemas de corrupción aquel espacio aún representa y defiende los ideales de legalidad, justicia y solidaridad.
Al caer la tarde, cuando el reloj marca las cinco y media y el cielo se tiñe de una luz naranja, los funcionarios salen de los ascensores y mueven los torniquetes para salir rumbo a sus casas. San Juan hierve, no faltan los ladronzuelos que aguzan la vista y la mano, los buses se apeñuscan, el taco busca salida por la glorieta o el deprimido. Cuando cae el velo de la noche los negocios cierran sus persianas y las calles van quedando solitarias, porque La Alpujarra, como la gente que la habita, es diurna. En Carabobo los tinterillos y tramitadores juegan cartas sobre dulceabrigos rojos. Bajo la custodia de Francisco Cisneros, mientras los policías cercan los alrededores, Jenny sigue esperando una noticia de su novio. En medio del silencio el viento hace sonar las banderas, y la Plaza de Cisneros se ilumina con sus espadas de luz. A las diez de la noche, cuando los últimos empleados abandonan el edificio de la gobernación, los vigilantes revisan las oficinas y apagan las luces, y se echan la bendición para no encontrarse con el fantasma de aquella rubia con traje de secretaria que, según dicen, ronda por los pasillos cuando La Alpujarra duerme.