De dónde vienen
Los negros del Parque San Antonio llegan de varios lugares, pero la mayoría provienen de una esfera geográfica cercana: la subregión de Urabá y el departamento del Chocó.
Muchos negros de Apartadó y de Turbo, al igual que de Condoto e Itsmina, migran a Medellín, los más en búsqueda de trabajo, un porcentaje menor tras la quimera de la educación.
También acuden allí negros nacidos y criados en Medellín, en barrios populares como Minuto de Dios, El Limonar, La Iguaná, donde los asentamientos de población negra han tenido raigambre. En Belén hay un barrio donde abunda la gente prieta, con un nombre aromático y musical que es a la vez todo un tratado de sociología: Zafra.
Vienen de más cerca, de los costados del Banco de la República y del Parque Berrío, punto de reunión de la negramenta antes de que se construyera el Parque San Antonio. Algunos todavía se congregan allí. Entre estos dos corrales la exclusión abre caminos, vasos comunicantes. Sobre todo los sábados y los domingos se los ve transitar de un punto al otro, siempre en respuesta al instinto tribal donde están implícitos, por ejemplo, códigos tácitos de hermandad, autoprotección, defensa, combatividad, rebeldía. Lo advertí en el recelo inicial que evidenciaron cuando me acerqué a entrevistarlos.
Aunque en la reportería no encontré negros procedentes de otras regiones de Colombia, los entrevistados aseguran que el parque es visitado por gente de todas partes. Uno puede toparse con negros del Caribe y de las islas, lo mismo que con los de toda esa larga franja del Pacífico que sigue al Chocó. Sé que allí llegan negros de Cartagena y del Nordeste de Antioquia. Encontré un muchacho oriundo de Yalí que administra un restaurante especializado en gastronomía chocoana en los bajos del parque que dan a la calle Junín. Yalí, Yolombó, Vegachí: en todos esos puntos de Antioquia vive gente negra. Desde allí los trae la riada de la migración. Es más raro hallar en el parque a los que vienen de estos pueblos, pero se ven ocasionalmente.
Los distinguen los acentos, las fisonomías, las culturas, y en el parque se hace notoria esa exuberante diversidad dentro de la misma etnia. Negros gigantescos, negros chaparritos, negros de rasgos finos, negros de facciones bastas. Sí, un afro de Apartadó no habla igual a uno de Quibdó.
También son distintos en espíritu, en catadura, en tonalidad. Miras a aquel y se te antoja isleño. Miras a este y te recuerda al samario. Reparas en el de más allá y piensas en el currambero. Sin embargo, en esa rica pluralidad descubres un elemento unificador, una sola raíz: ¿El alma? ¿La tristeza? ¿La alegría? No, el corral. Y sientes que todo el tiempo ha sido lo mismo: el barco negrero, la navegación oprobiosa y el corral.
De las palabras de Abel Valoyes, propietario de un quiosco del costado occidental de la plazoleta, se desprende que los negros del parque se quejan de lo de siempre: racismo y discriminación, ese nudo corredizo que asfixia a las razas condenadas.
Este lunes en que converso con él, el parque no es el mismo de todos los días. No se escucha la habitual música vallenata y los locales de la explanada, a excepción de dos o tres, están cerrados, algo inusual. Sanidad los selló, argumentando que no cumplían las normas. En realidad, opina Abel, la orden provino de la policía, que, incapaz de frenar la inseguridad, actuando a troche y moche, decidió sellar los negocios y hacer que justos pagaran por pecadores.
Rituales
La cultura afrocolombiana se da cita en el Parque San Antonio en la búsqueda de la integración étnica, tratando de reunir los fragmentos dispersos del espejo trizado de la identidad.
Unos acuden a diario, pues tienen allí su lugar de trabajo. Otros van periódicamente, cada semana, cada mes, cada dos meses, estimulados por la necesidad de verse con los paisanos y los amigos. Vienen de Enciso, Manrique, Buenos Aires, Belén, El Salvador, Aranjuez, Sucre, Castilla, El Limonar, La Iguaná, entre otros barrios.
El del encuentro es un ritual fuerte, un intento de aglutinar los elementos de la diáspora, el alma, la presencia, la voz hecha cascotes. El día, la hora, el clima, no importan. Un lunes a mediodía, con un resplandor de canícula, un afrodescendiente con fisonomía y expresión facial que recuerdan a Gandhi baja de un bus de San Antonio de Prado, donde labora como docente de un colegio oficial. Ha estado uncido seis horas a la tarea de galeote de la enseñanza, y al llegar al parque, donde está el paradero de la flota de Prado, en vez de enrumbar hacia Enciso, donde vive, cruza la placita de los artesanos, bajo la sombra de las palmeras, hasta una cigarrería de los bajos. Allí se ha reunido un grupo de negros parleros, que mitigan el sopor vespertino bebiendo cerveza. El profe se les pega, conversa, bebe una “amarga”. Son sus amigos, su raza, su “familia”. Pasa un buen rato departiendo. Luego se marcha a su casa a descansar dos horas: le espera otro turno laboral en jornada nocturna.
Es la ceremonia de la reunión. Como al llamado de un tambor íntimo, en una pradera mítica, acuden, se agrupan: en una jardinera, en un quiosco, en una peluquería, en un restaurante, en plena acera, ante una chaza donde resalta la tela encendida de un aviso de venta de minutos, semejante a un pabellón del desconsuelo. La palabra, la anécdota, el testimonio, el cuento, el blablablá, constituyen el motivo, la esencia, el lazo.
Entre ellos hay maestros, abogados, albañiles, lustrabotas, comerciantes, vagos. Unos se ven solventes, otros con cara de penuria; unos se ven cultos, otros aplebeyados. El sentimiento de unidad amalgama las diferencias. Es lo que se siente al verlos charlar en una jardinera, adueñados de un sitio que nadie les escrituró. “Venimos al parque a recordar”, dijo uno de ellos.
Así, pues, el del recuerdo es otro de sus rituales, quizás el más importante. Frente a este pasan a segundo plano el fútbol, la política, el trabajo, los negocios, temas habituales de sus conversaciones. En el rito de recordar se trenzan la tierra (quizás siempre lejana), los ancestros, los parientes, los amigos, los lugares, la comida, la música, la bebida, el baile. En el recuerdo viven, ensoñados, dando tumbos en una ciudad hostil.
Se quejan de que en el parque escasean los eventos, aunque a veces hay conciertos. Alegan que no existen actividades que convoquen a la familia. En ocasiones se reúnen y, fieles a la sazón de la tierra, hacen sancochos, comen, beben, bailan.
El baile
Viernes. Sobre Junín, en uno de los negocitos del parque, entre varios hombres que juegan cartas, está Jhoana. Es una negrona joven, rolliza, de voz jacarandosa. El computador del local suelta Arroz con habichuela de El Gran Combo, una jalea melodiosa que se derrama y se expande. La mujer está sentada entre los hombres, viéndolos jugar, hablando con ellos. En algo recuerda a un Buda cuyo éxtasis quisiera albergar a los presentes. En algo semeja a una bullerenguera de una aldea del Caribe que al atardecer, entre negros que aporrean tambores, baila y canta con sentimiento.
De pronto, Jhoana rompe en grandes voces, llamando la atención, y se levanta. Empieza a bailar, a contorsionar su cuerpo en ondulaciones sensuales, mientras continúa con su insolente palabrería. Cómo se mueve. Pareciera que invitara al sexo, a la lujuria, a un abandono sin nombre. De esta forma baila todo el tema de El Gran Combo. Su actuación ha tenido un no sé qué raizal, hondo, inevitable, pero también algo grotesco, teatral.
Esto es solo una muestra de lo que pueden hacer los negros con sus cuerpos cuando bailan. En las discotecas que abundan en el parque se los ve bailar, además de salsa, vallenato, chirimía, champeta, reguetón, ritmos tradicionales. Uno siente que a través del baile, de ese desdoblamiento profundo, atisban algo, como Charlie Parker con su cinegética del saxo.
La mujer se sosiega. Ninguno de los hombres, dominados por las recias amarras del juego, le ha aceptado el desafío del baile. Unos policías motorizados dan una vuelta de rutina. Los jugadores no se inmutan. Un hombre habla por celular recostado en el gigantesco, decapitado y obeso Adán de bronce que guarda el costado sur de la plaza. La mujer sigue en vena jocunda, echa cuentos, se ríe. Los apostadores, sin desvirtuar la avidez monetaria que los ata al juego, responden con meritoria facundia a su interlocutora. Es una estudiante del Sena que acostumbra darse una pasada por el parque después de clases para reunirse con los amigos, botar corriente un rato, antes de tomar un bus y regresar a casa.
Los sabores
La comida es otro lugar de encuentro, otro ritual. En los restaurantes y negocios se constata cómo la gastronomía de la cultura afro se ha trasplantado al parque. Allí encuentran los pasteles, los tamales, el guarapo, la chicha, el pescado, los mariscos, el sancocho, el arroz. En la comida se refuerza la identidad.
Especializado en los sabores de la tierra, sobre todo en el pescado, uno de los restaurantes más frecuentados por los afrocolombianos está en los bajos que dan a Junín. De domingo a domingo confluye allí una gran clientela, la mayoría de raza negra. Lo administra un hombre de melaninoso pigmento y calmosa apariencia. Ofrece, entre otras especies de pescado, bagre, bocachico, bravo, dentón, trucha, tilapia, jurel, salmón.
El servicio tiene también su ritual. Primero te traen los cubiertos, luego un consomé con arepa y torrejas de limón. De beber, puedes elegir entre limonada y jugo de borojó. La bebida se sirve, por lo regular, antes del seco, que traen sin tardanza, consistente en arroz con coco (si lo prefieres blanco, no hay problema), ensalada, patacones y, naturalmente, el manjar favorito, servido entero o en una magnífica porción.
Desde el salón del comedor, a través de una puerta contigua a la caja, puede verse en la cocina el movimiento infatigable de las cocineras, que están atentas a los pedidos de las meseras.
Despedida
Me voy del parque luego de hacer la última entrevista: una muchacha que atiende una pesquera y asiste a una iglesia cristiana, cuyo cuerpo esbelto y rostro agraciado me recuerdan a Whitney Houston. Dejo atrás ese mundo heterogéneo, movido, en el que los negros conviven con gente “de todas las razas”, según dijo la joven al interrogarla sobre las personas que frecuentan el parque.
Entre mis últimas visiones registro la de un jayán que me recuerda al Atufal de Melville, trajinando en la cocina de un restaurante, entre las cocineras; y la de un trío de adultos, conformado por dos hombres y una mujer, ascendiendo a la explanada por las escaleras de Maturín. El color que Ismael Rivera llamó “melaza en flor” salpica el paisaje humano de esas calles.
Ya en Junín, frente al parque, entro a un local de pollo asado y me siento a comer un almuerzo ligero. Entra un hombre bajito, hosco, de camisa por fuera, con una tez indecisa entre la noche y el día, entre tierra y arena. Bajo su pretina advierto un abultamiento sospechoso. Me cabreo, porque me doy cuenta de que me mira con hostilidad. Tiene cara de matón, de cuidandero de civil, de bestia cenagosa. El administrador del negocio lo saluda con obsequiosidad. El hombre se ha sentado a mi espalda, de manera que no puedo verlo, pero lo vigilo con el rabillo del ojo. Pide una pechuga deshuesada. Mientras se la sirven, conversa con el encargado. Le cuenta, con tono bravucón, que cogieron a un negro robando en el parque, y a continuación, mordiendo el odio, cuidándose de ser oído, dice: “soy racista, no me gustan los negros”.
Me inquieto. Hijos de siete leches hay por montones. Apuro mi comida, pago y salgo sin mirar atrás, donde siento una respiración de chacal infestándolo todo.
Desencantado, con coraje, me alejo de allí.