La isla de Zea
Eliana Castro Gaviria

La isla de Zea

―A mí me gustaría irme ―dice Alexis, el muchacho, el sicario.
―¿Pero para dónde? ―responde el viejo, el gramático.
―Para Nueva York.
―No, eso está lleno de colombianos.
―¿Para Francia?
―Esos franceses son unos comemierdas.
―¿Entonces para una isla?
―Ah, contigo, sí. No necesito a nadie más.

El muchacho y el viejo caminan por una plaza de árboles grandes. Luego de la declaración de amor, dos sicarios aparecen en la pantalla y Alexis cae asesinado en brazos del escritor.

“¿Sabés qué recuerdo?”, dice Fernando Correa, sentado en una de las pocas cafeterías de esta cuadra. “Que no nos dejaban acercar a las cámaras, pero nosotros nos metíamos, éramos niños y vivíamos colgados de las palmas”. Correa es un treintañero alto, moreno, sicólogo y líder comunitario de San Benito desde los quince años. Esta mañana de marzo recuerda la escena de La virgen de los sicarios (2000, Schroeder) que se grabó en la Plazuela de Zea, donde se alcanza a ver la capilla de un convento y un famoso motel de la zona. Tan concurrida en la pantalla, por borrachos, parejas, puestos de comida, que la plaza parece otra.

La isla de Zea

Al frente de nuestros ojos, flotando entre la calle 53 y la carrera 55, está esa isla triangular a la que los residentes más antiguos de San Benito llaman Placita Zea, los medios nacionales exponen en sus titulares como “El Bronx de Medellín” y muchos de los habitantes de calle que la frecuentan conocen como “el parque de la mierda”.

―En una de las banquitas de ese parque vi una vez a mi mamá con un novio, como escondidita ―cuenta Fernando.
―¿En cuáles bancas? Yo no las veo ―le digo.
―Las quitaron porque los habitantes de calle estaban durmiendo en ellas.

Medio siglo atrás, la noticia resonó en el Radioperiódico Clarín: “¡Aparece el cuarto sexo!”. Los vecinos de San Benito protestaban por los desmanes de ciertos enamorados en la oscuridad de la Plazuela de Zea. Lo que más consternaba a la comunidad era que muchos de esos actos los protagonizaban hombres entre sí (el tercer sexo) y mujeres, también entre ellas, a quienes bautizaban como el cuarto sexo. Les exigían a las autoridades una intervención.

Antes de ser conocida por el nombre del prócer, se le llamó Plaza de la Independencia.

Era el camino antiguo que conectaba el Oriente con el Valle de Aburrá, continuaba para Robledo y conducía al mar. Más que una plaza, era una manga amplia, pastizal de vacas, predilecta por forasteros y negros que poblaron el valle para dedicarse a la ganadería.

“Los lugares tienen memoria y las poblaciones tienen una genética con esa memoria, así no sean conscientes de ella”, explica Elvia Inés Correa, arqueóloga. “Esa gente que hoy habita la plaza sabe que es un lugar para pasarla bien e irse”.

Entre 1997 y 1998, Elvia fue encomendada por la administración municipal para que examinara algunos fragmentos de cerámicas halladas en una de las remodelaciones de la escultura de la plaza. Durante meses de excavaciones, su equipo encontró huellas de fogones, fragmentos de vasijas con borde invertido, ollas de cuello corto, lozas republicanas, cántaros y vasijas. El espacio fue de mucho tránsito y transacción a comienzos del siglo pasado, zona de lavado de indígenas y botadero de basuras y animales como caballos y cerdos, donde las “actividades no estaban dentro de la moda ni de lo establecido”.

El olvidado Zea

La isla de Zea

Alguna vez esta fue una plaza distinta, recuerdan algunos vecinos, cuando los enamorados llevaban sus serenatas allí y alrededor no había bares e inquilinatos, sino heladerías elegantísimas y las familias dejaban a los niños jugando en el parque. La de este mediodía, sin embargo, es una plaza solitaria, asfixiada por el olor a berrinche y tabaco, desteñida y agrietada. En el centro, sobre un pedestal al que no le cabe un escudo de fútbol más en aerosol, está Francisco Antonio Zea, jurista, primer vicepresidente de la Gran Colombia, liado en sus últimos años por supuestos desfalcos a la patria. “Alrededor del monumento se hicieron esas excavaciones”, comenta Fernando.

En 1923, el Concejo de Medellín nombró este espacio como Plazuela de Zea, en honor al prohombre cuya casa natal estaba ubicada a pocos metros. Por la misma época, la Asamblea de Antioquia ordenó la creación de varias juntas para homenajear a próceres con monumentos en algunas plazas de Medellín; con los recursos sobrantes de la misión del general Sucre se encargó la escultura de Zea. Marco Mejía, artista antioqueño residente en Francia, la despachó desde el viejo continente varios años después. Hecha en mármol de carrara y acompañada de dos mujeres a los costados que representan la ciencia y el pueblo, el valor de la obra fue de quince mil pesos.

Le damos la espalda a Zea ―como Zea a San Benito― y seguimos hacia el costado sur donde se alza el espectáculo de la plazuela: un enorme árbol de caucho convertido en el inodoro de los habitantes de calle que habitan la Avenida de Greiff desde la plaza hasta la glorieta de la Minorista. Según las cifras de la Alcaldía de Medellín y la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU), 785 vagabundos comen, se bañan, fuman, duermen ahí. Solo cruzan la plaza para buscar basura y comprar cigarrillos.

La isla de Zea

A cada paso que damos, Fernando recuerda videoconciertos, partidos de fútbol, la única vez que hubo alumbrado navideño; intentos débiles y esporádicos por disfrutar de la plaza. A finales del año pasado, varios líderes del barrio participaron de entrevistas y talleres de imaginarios organizados por la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU). Así se construyeron las premisas que van a orientar el diseño de las obras que empezarán en septiembre de 2018. La idea es sembrar más árboles y arbustos, aprovechando que la plaza es uno de los pocos lugares todavía amplios en el centro, restaurar el mobiliario público y la escultura, replantear la ubicación de algunas jardineras y construir juegos infantiles, pues a una cuadra de la plaza está ubicada la Institución Educativa San Benito.

“Es muy difícil querer algo que se ve feo”, dice Fernando. “Yo sé que la intervención es física, pero es la oportunidad de volver a la plaza. Porque es más fácil que el trabajo dé frutos si acompañamos las obras, si nos apropiamos, que si nos llenamos de dudas”.

…Los corsarios

A las tres de la tarde, varias parejas conversan sentadas en las jardineras, un viejo perdido en su traba baila con un perro, un grupo de tabaqueras esperan a sus clientes y un par de muchachos escuchan rap. La isla de ZeaNo hay policías, hay corrillos. Todos fuman con desespero. Por los costados, padres de familia y confeccionistas aceleran el paso.

―Regalame un cigarrillo ―grita un viejo de barba canosa.
―¿Que le haga el favor de qué? ―responde una mujer trigueña, grande.
―Me va a vender un cigarrillo, por favor.

Idaly, 42 años, no tiene acento valluno porque a los doce años abandonó los cafetales de Caicedonia. “Yo soy parada con ellos, hay que enseñarles cómo pedir las cosas. Tampoco les doy confianza, porque me la montan”, murmura después de entregarle un Ibiza al vagabundo.

Mientras vende minutos y cigarrillos a cien pesos, Idaly dice que las calles en Medellín dejan más plata que los cafetales de su natal Caicedonia, Valle del Cauca; que llegó a este punto hace siete años, cuando nadie vendía ni minutos ni agua helada ni tinto; que ve muchas peleas y puñaladas por pipas o candelas, pero que la placita es más segura que el parque Berrío donde roban a cosquillas. “Yo soy parada con ellos, hay que enseñarles cómo pedir las cosas. Tampoco les doy confianza, porque me la montan”, murmura después de entregarle un cigarrillo Ibiza a un viejo de barba canosa.

En los últimos días, vio varios grupos de funcionarios públicos caminando la plaza y tomando medidas. A ella, una de las tres venteras ambulantes del lugar, le pidieron datos y documentos: “Esto lo van a organizar diferente, como a terminar, a limpiar”, dice.

La de Zea es una plaza generosa en viento. La tarde avanza y los olores fuertes desaparecen o uno se acostumbra a ellos. Dice Idaly que es peor el olor a pecueca que cierto árbol genera cuando florece.

La isla de Zea

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