El Cholo gambetea como Messi, pero su personalidad es más tipo Cristiano. Estatura media, desgarbado y un copete alto de Johnny Bravo, escoge sus jugadores: se pide a Tomás, el menor, y a Chinga, un mono pálido que limpia parqueaderos. El Cabezón, el Burro, Cristian y la Perris conforman el otro equipo.
―Ocho y seis.
―Siete y ocho, yo estoy cojo ―le reclama la Perris.
―Ocho y seis o nada, ustedes son más.
Seis de los siete muchachos, entre los dieciocho y los treinta años, son carritos en la Minorista. En la plaza hay carretilleros y carritos: los primeros cargan y descargan bultos a las afueras, mientras que los segundos vagan por los callejones internos de la plaza cargando mercados en un carrito de supermercado. En total son 425. A diario, llegan entre las cuatro y la cinco de la mañana y pagan tres mil quinientos por el alquiler del chéchere.
Cuando la plaza entra en sus tiempos muertos, entre las nueve y las diez de la mañana o a la una de la tarde, buscan el costado norte. A las afueras, separada por la quebrada Santa Elena, está la cancha de microfútbol en la que se juegan almuerzos, plata, gaseosas. El Cholo, Tomás y la Chinga cuelgan sus camisas moradas en el arco sur. Ocho y seis significa que el partido terminará cuando el equipo de la Perris meta ocho goles o el otro seis. El Cholo es el primero en tocar el balón.
A un costado de la cancha, Henry Pérez, 52 años, recuerda los partidos sobre las calles ciegas del viejo Guayaquil. Esos que lo hicieron conocido a él, puntero derecho, y que lo llevaron a jugar a los catorce años en las canteras del Deportivo Independiente Medellín y del Atlético Nacional.
Siendo el mayor de sus hermanos, Henry acompañaba a su papá a vender panela en la antigua Plaza de Cisneros desde los siete años. Sobre la calle Díaz Granados, no solo aprendió a calcular cuánto valían tres pares de panela a setenta centavos, sino que era conocido en los picados que se organizaban entre los comerciantes. En su barrio, Granizal, los muchachos andaban detrás de él para que les dieran una oportunidad en los equipos grandes de la ciudad. Era hincha del verde, pero avanzaba más en el rojo.
Hasta que recibió un ultimátum de su padre: la casa, la escuela y el trabajo o el bendito fútbol. Ni lo pensó, era un muchacho obediente. Se prometió entonces que, tuviera lo que tuviera en la vida, el fútbol iba a estar presente como fuera.
¡Pum! El balón rebota sobre las rejas que encierran la cancha y que son, relativamente, nuevas. Hace años, cuando el balón terminaba en la quebrada, tenían que salir corriendo por el hasta una cañada. “El balón me sigue”, dice Henry antes de devolverlo.
En el rectángulo, el Cholo discute con Tomás porque después de lanzarse al ataque no regresa: “Tomáaas”, “era con la punta”, “¿le van a escribir una nota y ni así marca?”. 4-3 pierden. Calladito, en su punta, el Cabezón ya les marcó tres goles.
Casi al tiempo en que Henry se despidió de sus sueños de futbolista profesional, desapareció Guayaquil y su mercado. Los más pudientes, en silencio, se trasladaron a la Mayorista. Los demás resistieron en los alrededores. Sus recuerdos son los mismos que ya muchos relataron: los atracos, los incendios provocados, las brechas de casi un metro que la Policía les cavó para impedir acceso al mercado y la unión de un grupo de comerciantes informales, muchos analfabetas, que evacuaron basuras, aprendieron de leyes, pelearon a través de sindicatos y exigieron la creación de un mercado en el centro de Medellín. Toda esa historia tuvo su recompensa con la construcción de la Plaza Minorista José María Villa, en 1984.
En una de las dos entradas de la cancha, sentado sobre una escalita, está el único aficionado del partido. Un mono, venezolano, que a cada rato pregunta desde su esquina si puede jugar. “Estamos completos”, le responden. Por fuera, dos viejos de barbas canosas, con costales al hombro, arman un cigarrillo de marihuana.
Sobraba el tiempo y faltaban los clientes. Algunos preferían las canicas, las cartas, los dados o el trompo. Otros, el fútbol. Los primeros partidos en la nueva plaza se jugaron adentro, cuando habilitaban uno de los parqueaderos con un balcón que servía de tribuna. Ya en esos primeros años se organizaban torneos, pero los premios nunca correspondían con lo pagado. Empresas Varias mal administraba la plaza y se hablaba de una deuda de mil quinientos millones.
A finales de los noventa, varios líderes crearon una cooperativa y tomaron la plaza en comodato. Cambiaron fachadas, tumbaron muros, construyeron módulos y parqueaderos, alfabetizaron y capacitaron a cientos comerciantes; hoy la Minorista genera cerca de treinta mil empleos, directos e indirectos. En aquel grupo de líderes estuvo Henry, quien empezó a armar partidos y torneos con un sentido más de ser y hacer amigos. En parte por las gestiones de la naciente cooperativa, el Inder construyó una placa polideportiva a las afueras de la plaza. Una cancha sin nombre, pero conocida por todos como “la cancha de la Minorista”.
Cristian abandona el partido porque tiene un cliente que lo espera. “No, marica, nos falta un gol”, le gritan. Hay que redistribuir los equipos. El Cholo se pide al Cabezón y cede a Tomás. El Burro y la Perris miran el piso con desconsuelo. Son tres, pero parecen uno y medio por los zapatos rotos del uno y la lesión del otro. El marcador vuelve a ceros.
A las finales de los campeonatos asisten hasta seiscientas personas. De pie, encaramadas en los árboles o en carros o en la misma malla de la calle. El torneo de agosto es el más especial, pues se celebra el aniversario de la plaza. Juegan carretilleros, bananeros, comerciantes, carritos, cosecheros, paneleros, coteros. Desde la cooperativa se ha apoyado la creación de semilleros de micro con niños del sector y se han creado torneos de ciudad. Alguna vez, un equipo de la Minorista estuvo a un gol de representar al país en un torneo de micro en Argentina.
Alrededor, el lugar empieza a llenarse de niños entre los siete y los ocho años. Unos se suben a los columpios y mataculines descoloridos y oxidados. Otros, apostados sobre la malla, gritan “goool”. Son estudiantes de la Institución Educativa San Benito y van a tomar una clase fútbol. A mediados de 2018, la Alcaldía de Medellín y la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) iniciarán una serie de obras alrededor de esta cancha que van desde la instalación de graderías, restauración del parque infantil y la construcción de un gimnasio al aire libre. Actualmente, Henry es el vicepresidente de Coomerca. Tiene 52 años, estudia Administración de Empresas y sueña con una cancha sintética para la Minorista. “Ahora dicen que es malo trabajar desde peladito, pero todo lo que yo sé lo aprendí en esta plaza. Esto es una universidad”, concluye.
Tres a tres; dos goles del Cholo. La Perris, Tomás y el Burro pelean con las últimas fuerzas. “Hágale, pues, que estamos a un gol”, le insiste el Cholo a su equipo. Hasta que llega el zapatazo final. Gol suyo. Como una estrella, no da declaraciones a la prensa, pero los demás piden cosas: guayos, uniformes, balones, baños.
―¿Dónde está el Burro? ―pregunta el Cholo.
El Burro avanza lejos, tranquilo, hacia a los parqueaderos. Se voló sin pagar los tres mil pesos de la apuesta. Se ríen y salen detrás de él. Al menos para ellos, es todo por hoy.