Paseo de Buenos Aires. Manuel A. Lalinde, 1922.
La calle de la Amargura fue como se conoció la que con el tiempo recibiría el nombre de Ayacucho. A mediados del siglo XIX, como ya se dijo, la denominación tradicional de algunas calles cambió por toponimias que rememoraban la gesta emancipadora y homenajeaban a algunos países suramericanos, así, su designación tradicional fue sustituida en honor a la última batalla patriota que dio la libertad al Perú.
La cercanía de la calle Ayacucho a la plaza principal de la villa durante la Colonia hizo que se desarrollara tempranamente. Para finales del siglo XVIII amplía su área de injerencia unas cuantas manzanas hacia el oriente, integrando el naciente barrio Mundo Nuevo y sus habitantes, entre los que había mulatos, zambos y mestizos. Durante el siglo XIX, se dio la prolongación de la vía hacia el occidente, impulsada por José María Santamaría, sus tierras iban desde Cundinamarca hasta el río, y, paralelamente, se extendió la vía por la parte oriental hasta los terrenos de Modesto Molina, quien le dio el impulso final con la venta de lotes desde la calle Nariño hasta la Puerta Inglesa.
Adentrarse en la historia de la calle Ayacucho es reconocer las particularidades que su larga trayectoria encierra, muchas de ellas aún subsisten o se intenta rescatarlas. Construcciones de tipo comercial, educativo, religioso, vivienda y esparcimiento fueron habitadas por abogados, estudiantes, creyentes, comerciantes, ricos y prostitutas, que evidenciaron, tanto el estilo de vida de cada uno, como la apropiación del territorio que estos individuos imaginaron y vivieron. Lugares que se dotaron de sentido con el uso que le dieron al espacio público, por la forma como lo transitaron, lo vivieron, lo comercializaron y lo habitaron. Desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX, la calle sufrió restructuraciones urbanísticas que combinaron en su arquitectura ornamentos tradicionales con estilos contemporáneos.
Calle Ayacucho. Gonzalo Escovar, 1910.
Durante mucho tiempo, según Luis Fernando González, la arquitectura de la ciudad estuvo marcada por las iglesias. La importancia que dieron los dirigentes a la arquitectura religiosa se vio reflejada en la reedificación de antiguas capillas y en la construcción de nuevos templos , como fue el caso de la capilla dedicada a San Lorenzo, construida en 1720, que luego de ser abandonada y destruida fue reedificada a finales del siglo XIX en honor a San José. En su atrio, aún sobrevive la fuente hecha por Óscar Rojas, copia fiel de la original, realizada inicialmente por Francisco Antonio Cano, la misma que fuera destruida por los obreros que trabajaron en el ensanche de la calle en mención. La iglesia de San Francisco hizo parte de los nuevos proyectos religiosos, abarcó todo un complejo arquitectónico que incluía el convento y el colegio del mismo nombre.
Además de las edificaciones religiosas, se construyeron algunas de carácter estatal que enriquecieron y diversificaron el uso y la visión de la calle y que dieron cuenta del manejo administrativo, judicial y de educación de la ciudad, como el Palacio de Justicia, ubicado en la carrera Carabobo entre Pichincha y Ayacucho, donde fueron comunes los actos suicidas, o la cárcel de varones que albergó la mayoría de las veces presos políticos; asimismo tuvo edificios culturales y educativos, como el Teatro Bolívar, entre Junín y Sucre, la Escuela de Derecho en la carrera Girardot, la Universidad de Antioquia situada en la Plazuela de San Ignacio, que sufrió, dicho sea de paso, cierres prolongados de sus aulas y ocupaciones militares durante las guerras civiles de 1879 y 1885, y deterioros paulatinos. Al lado de esta institución laica se encontraba el Colegio de San Ignacio, de carácter confesional, cuyas diferencias ideológicas motivaron constantes enfrentamientos entre sus estudiantes.
Las primeras urbanizaciones se construyeron a finales del siglo XIX, casas de un piso, con muros en tapia y cubiertas con tejas de barro cocido, heredados de la arquitectura colonial, que convivieron con las nuevas edificaciones de dos, tres y hasta cuatro pisos, propias de las primeras décadas del siglo XX, en las que primaron nuevas tendencias europeas, diferentes al estilo hispano, sitios residenciales con variadas propuestas arquitectónicas, mansiones, palacetes, chalés y fincas de descanso de la élite antioqueña, como la de Carlos Coroliano Amador, cuyas proporciones, acabados en madera y sus similitudes con palacios italianos renacentistas lo hicieron digno del apelativo de palacio, el notable Palacio Amador, que sería luego el afamado Hotel Bristol, uno de los más importantes de su época, ubicado en Ayacucho con Palacé, en el predio en el que hoy se encuentra Telecom. También tenía una casa de campo en San José de Miraflores, que le daría el nombre a todo un barrio, lugar que posteriormente fue utilizado por los jesuitas como la Casa de Ejercicios Espirituales de Loyola, donde hoy existe una unidad residencial.
El Castillo de los Botero fue otra de las grandes mansiones de estilo republicano. A mediados del siglo XX fue la sede de la Escuela Interamericana de Bibliotecología y hoy es la sede de la Clínica del Sagrado Corazón. A un lado del Castillo, en un lote donado por la esposa de José María Botero, fue construida la Iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón del barrio Buenos Aires.
La diversión y el esparcimiento en cafés como El Vesubio, lugar preferido de las parejitas de novios, el Monserrate, frecuentado por estudiantes del Alma Mater y el Colegio de San Ignacio, y los de carácter licencioso y no tan pulcros que constantemente escandalizaban a las damas de la época, situados en la Puerta Inglesa, perteneciente a la finca de Don Coroliano Amador, famosa por tener en sus alrededores cafés como el Sol de Oriente, Andaluz y Monterrey, donde, según Orlando Ramírez, los constantes jolgorios y casas de citas dieron pie a que se estratificarara la calle, según dicha estratificación, desde el Centro hasta la casa de los Botero Uribe eran gentes de bien y de acomodada posición social, de ahí hacia oriente, mujeres de mala conducta.
Calle Ayacucho. Horacio Gil, 1964.
El carácter industrial que tomó la calle surgió a finales del siglo XIX gracias a las parcelaciones que Francisco Uribe, Lope María Montoya y otros hicieron entre San Ignacio y Nariño cuando vendieron un lote a José Antonio Tamayo, en el que este levantó una nueva edificación para las instalaciones de la Cervecería Tamayo, que posteriormente fue trasladada y en su lugar se estableció la planta de vapor de la Empresa de Electricidad y, con el cierre de esta, la propiedad quedó en manos de Coltejer. Los terrenos aledaños que estuvieron sin edificar por largo tiempo, fueron conocidos como Manga de las Puertas o de Pepe Sierra. De El Palo hacia el oriente estaba el predio de Vicente B. Villa Rojas, que sirvió para la prolongación de la calle Colombia.
En esta calle se manifestó una gran variedad de actividades escolares, religiosas, comerciales y de transporte. La calle Ayacucho se convirtió en un eje de desarrollo urbano con la construcción del puente sobre la quebrada La Palencia, así según Fernando González, se garantizó una mejor conexión con el camino que llevaba a Rionegro y se impulsó la urbanización de los terrenos a lo largo del camellón, que sirvieron, a su vez, de base para la creación del barrio Buenos Aires. A esto se sumó la construcción de la vía doble, llamada Las Mellizas. Según Darío Ruiz Gómez, de camino destapado, apto solo para viajes a pie, en silletas o a lomo de bestias durante el periodo colonial, pasó a ser usado por carretas movidas por caballos, luego por el tranvía de mulas y, rápidamente, por el eléctrico. Posteriormente, fue usado por carros particulares y de transporte público, y, nuevamente, está siendo habilitado para el uso del Tranvía.