Dos viejos con memoria
Gloria Estrada

Dos viejos con memoria

Puertas abiertas

Luis Alberto García no es precisamente un conserje pero abre todas las puertas. Incluso las que para otros no existen. En el antiguo edificio del Banco Industrial Colombiano, también conocido como BIC, donde hoy queda la más importante sucursal de Bancolombia y en la que actualmente trabajan 760 empleados de las áreas de Proceso Integral de Crédito y Atención al Cliente, Luis Alberto es dueño de casa. Manotea, explica, responde, pregunta, se atraviesa, da el paso, se queda pensando, ríe, hace venias, usa el radio, pide ayuda, guía, cuenta. Sí, cuenta, no con la precisión histórica e informativa que esperábamos, pero, y quizás mejor, con la propiedad y la alegría de quien está mostrando su casa, la casa donde ha vivido durante los últimos quince años.

El edificio, que ocupa la esquina de la calle Colombia con carrera Carabobo tiene dos entradas por Colombia, una para visitantes y otra para la sucursal bancaria que queda en el primer piso. Por Carabobo está el ingreso para empleados y proveedores. Es por aquí que nos recibe Luis, después de una espera larga y tranquila al lado del puesto de vigilancia, y con la vista puesta en el agite callejero de la peatonal Carabobo. Luis viene con nuestras cédulas en la mano, le dice al vigilante que todo está bien, que él se hará cargo y nos entrega los documentos.

Después de subir las escalas que nos llevarán directamente al segundo piso, Luis dice: “Bueno, yo les voy a mostrar por dónde era que entraba el presidente, porque él tenía un ascensor que era solo para él y llegaba directo a su oficina. Pero ahorita les muestro, vengan, vengan por aquí, porque yo quiero que ustedes vean esta belleza”. Y empieza por mostrarnos el mural del segundo piso desde donde vemos, apoyados en un balcón de madera, la sucursal en todo su agite de cuentahabientes esperando que la vocecita electrónica les dé vía libre para acercarse a un cubículo donde sus cuitas serán escuchadas. Dos viejos con memoriaLa belleza que Luis nos muestra es el mural sin título del artista bogotano Santiago Martínez Delgado (el mismo autor del mural Bolívar y el Congreso de Cúcuta, que se encuentra en el Capitolio Nacional), una obra de finales de los cuarenta en la que nos muestra a Bolívar presuntamente en París.

Después de contemplar el mural ya un poco deteriorado, nos devolvemos a la entrada por Carabobo. Es para que Luis nos enseñe el viejo acceso presidencial. Pero, una vez allí, hay que imaginárselo porque donde antes estaba el parqueadero por el que el señor presidente se bajaba del auto, ahora operan las taquillas de una firma de mensajería afiliada al mismo banco. Llegamos al ascensor pero no abre, por más que Luis insiste, espera, lo pide. Por el entorno sabemos que hay obreros trabajando y suponemos que está en obra. Luis lamenta la contrariedad, extrañado, pero sin perder el entusiasmo nos dice que más arriba lo abordamos.

Mientras tanto la entrada sobre Carabobo se agita. En el balcón de vigilancia tres o cuatro mensajeros aguardan sin afán; afuera, al otro lado del vidrio, un hombre y dos mujeres esperan sus citas en ese punto de encuentro, a un costado del edificio los acompaña una estatua humana vestida de minero que da dos golpes de pico cada vez que alguien le hace un depósito en su coquita.

Adentro, el personal encargado de los créditos va de un cubículo a otro. “En cada piso dice qué oficina queda, mire, aquí”, Luis señala un tablero en blanco cuando ya estamos en el segundo piso, “pero aquí no, en los de arriba, ya va a ver”.

Subimos las escalas al tercer piso, allí hay salas de reuniones y aulas. Como a Luis se lo lleva alguien por un instante, le preguntamos a un vigilante por la posibilidad de acceso a un balcón que se alcanza a ver desde el patio interior de este nivel. “No, ahí no hay paso”, responde el mozo imberbe de uniforme bien planchado, sin titubeos. Ante la misma pregunta Luis, que ya se acerca a los sesenta años, no dice nada sino que nos arrastra con su energía y nos adentra por un pasadizo tras un muro que al final tiene una puerta pequeña por la que pasamos agachados a un balcón donde nos esperan el ruido, el calor y los vapores de la calle Colombia.

Luis no se ufana por abrir accesos desconocidos, más bien siente orgullo de la vista que el edificio tiene del Centro desde los primeros pisos. Hacia arriba también hay para ver: los balcones en voladizo a los costados oriente y occidente del edificio. “Están enmallados para que no se entren las tórtolas”, y Luis se pone a explicar los trabajos que están haciendo en el balcón entre materas de medio metro de altura.

Luis Alberto es contratista con labores de mantenimiento en esta edificación construida entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado para albergar a uno de los bancos más importantes de la época, el BIC. Se construyó en un lote comprado en 1957 a Droguerías Aliadas y en la zona que ya se perfilaba como epicentro financiero de Medellín, la capital empresarial en potencia. Para julio de 1965, cuando fue inaugurado el edificio, el BIC cumplía veinte años de crecimiento pese a la crisis económica que se extendió por más de una década y de la que recién empezaba a salir el país.

Pero Luis ahora está hablando de otra cosa. Que ahora sí vamos a coger el ascensor por donde subía el presidente de Bancolombia a su oficina antes de que se fuera para la moderna obra que la entidad inauguró en 2008 en el sector de Industriales y a donde se llevaron a todo el mundo menos a los empleados de esta sede que internamente llaman Centro 1.

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Entramos al aparato en el piso tres para ir al cuatro, “donde quedaba presidencia”, y Luis se emociona por llevarnos a ese lugar donde se hacían juntas y se orquestaba todo desde 1965: la Dirección General. El ascensor es viejo, pero no sabemos cuánto; el cuarto piso es el límite y ahí nos bajamos para cumplir la promesa. De inmediato estamos en un vestíbulo donde por ningún lado hay sillas gerenciales, sino salas y auditorios. Dando la vuelta nos encontramos con La pujanza antioqueña, escultura de Miguel Ángel Betancur, que está allí desde 1995. Para ese año, a tres de fusionarse con el entonces Banco de Colombia, el BIC tenía 3200 empleados directos en 101 oficinas distribuidas en 33 ciudades y un patrimonio de 203 mil millones de pesos.

Pero este edificio, lleno de vida desde su inauguración, tuvo un pequeño bache de poco más de un año, entre 2008 y 2010, cuando Bancolombia centralizó su aparataje administrativo en la avenida Industriales. Estuvo a punto de quedar desocupado de no haber sido por el compromiso de la entidad con el Centro. De tal forma que en lugar de abandonarlo se dieron a la tarea de intervenirlo para mejorar sus redes eléctricas y sanitarias y así hacerlo más moderno y responder a las necesidades de los empleados que allí quedarían. Fue en ese momento que se construyeron los muros verdes en corredores y balcones, diseñados por la Universidad Pontificia Bolivariana, los mismos que Luis Alberto nos muestra en la terraza del piso cuatro, antes de ir más arriba.

“Dígame un número del cinco al diecisiete y vamos a ese, todos los pisos de oficinas son iguales”. El piso quince es un salón grande con unos cincuenta empleados distribuidos en cubículos. A cada extremo tiene un balcón enmallado desde donde se puede oler y ver la ciudad entre rombos. Pero esa misma ciudad, extendida y montañosa, tiene la mejor vista desde la azotea del edificio. “No, pero esperen, yo no puedo subir allá, esas escalas son muy duras para mí”, Luis, con todo su ímpetu y energía, devela sus impedimentos. Informa por radio que hasta aquí llega, que manden a otro empleado más joven, aunque sea menos entusiasta, para terminar la visita.

Camuflados en el Centro

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Para el arquitecto Luis Fernando González, de la Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional seccional Medellín, este edificio de la calle Colombia con Carabobo es notable por su funcionalismo: la tendencia a diseñar las construcciones según su destinación. “Es lo que muchos investigadores denominan Estilo Internacional, que caracterizó cierta arquitectura comercial, empresarial y bancaria en Colombia a mediados del siglo XX”, afirma González, sin desconocer la adaptación hecha a las condiciones locales. Destaca los balcones en voladizo y la fachada sobre la calle Colombia con acceso peatonal a las oficinas a nivel de calle, la calle con la que los trabajadores de Bancolombia en esta sede tienen contacto directo.

Este edificio es la única sede que tiene ahora el banco en el Centro y aunque la mayoría de sus empleados llevan almuerzo de la casa, a mediodía se les puede ver por ahí, mezclados con la turba citadina que vende y compra, con el ciudadano que suda, el que lleva horas caminando buscando un producto o con aquel que acaba de comerse su fiambre sentado al lado de su puesto estacionario de artículos varios y chucherías. Los empleados bancarios, fresquitos, bien peinados, informales pero trajeados, también compran y hacen vueltas. Trabajar en el Centro, a pesar de ser un reto en el que han aprendido, por fuerza, a sortear y sufrir ladrones, es una ventaja.

Por lo menos eso piensa la mayoría de las 220 personas que trabajan en Atención al Cliente, ubicadas en las oficinas de los pisos 14, 15 y 16 del edificio Carabobo. Les gusta esta sede porque solo tienen que pagar un pasaje, porque muchos estudian en los alrededores y porque pueden acceder al abanico agitado de posibilidades que ofrece La Candelaria.

Pero su jefe, Claudia Patricia Madrid, gerente de esta área, no piensa lo mismo. Para ella la versión 2016 del Centro es muy distinta a la que vivió a mediados de los noventa cuando empezó a trabajar en el banco. “En el 94, 95, era más tranquilo. Nosotros salíamos a almorzar a los restaurantes que quedaban, todavía quedan algunos, por la iglesia de La Veracruz, en La Estancia, en Pinky, Govindas. En esa época éramos de corbata los hombres y de tacones y media velada las mujeres, teníamos buena relación con las muchachas de la Veracruz, que me decían Flaca y yo les daba chocolatinas y mecato”. Dice Claudia que en esos años se sentía más segura de transitar las calles del Centro, “era igual de bullicioso, lleno de buses, taxis, masas de personas comprando y cacharriando y súper orgullosos de nuestro metro”. Desde que se unió al banco, Claudia ha trabajado en este edificio, en la sede Industriales y en el edificio de la carrera Bolívar.

Al pie del Parque Berrío

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Fachada del edificio Banco de Colombia, Medellín. Francisco Mejía, 1951.


El Banco de Colombia nació en Bogotá, en 1875, como respuesta a la necesidad de servicios financieros que empezaba a sentirse en la economía colombiana de finales del siglo XIX. A Medellín, donde reinaron hasta mediados de ese siglo las transacciones especulativas, lo trajo en 1893 el entonces gerente Dionisio Arango, quien instaló una agencia en una casa que ya no existe en la calle Boyacá, por el costado norte de la iglesia de La Candelaria. Por entonces se comenzaba a perfilar esta zona, aledaña al Parque de Berrío, como distrito financiero de la capital antioqueña. Pero la agencia cerró en 1906 y solo regresaría el 1 de marzo de 1943 cuando Emilio Villaveces Restrepo se sentó en la silla gerencial del local ubicado en la carrera Bolívar #51-37.

En el ínterin, varios bancos americanos y europeos instalaron sucursales en Medellín, espantados por los estragos de la Primera Guerra Mundial. Fueron los casos del National City Bank de Nueva York, el Anglo South America, el Banco Anglo Colombiano, el Banco de Londres, el Banco Francés e Italiano para América del Sud y el Royal Bank de Canadá, llegados aquí con sus propios empleados entre 1923 y 1924.

Para los años cuarenta del siglo XX, cuando ya funcionaban tanto el Banco de Colombia y el BIC, Medellín tenía poco más de 200 mil habitantes y entre ellos ya empezaban a destacarse apellidos y familias que protagonizarían el mundo empresarial antioqueño, los Ángel Escobar, los Echavarría, los Bedout, los Bernal, los Vásquez.

Pero fue luego, en 1951, que se inauguró el edificio de la esquina de la calle Colombia con carrera Bolívar, costado suroccidental del Parque Berrío, como sede principal del Banco de Colombia en Medellín. Año en el que ya se despedía el último tramo de operaciones del tranvía, para dar vía a más y más buses. Fue diseñado por la firma Arquitectura y Construcciones conformada por el ingeniero antioqueño Tulio Ospina Pérez, Rafael Mesa, Juan Felipe Restrepo y el austriaco Federico Blodek, quienes además edificaron las sedes de Fabricato en Junín con Boyacá, Suramericana de Seguros en Carabobo, el Banco de Colombia en Bolívar con Colombia (entre 1949 y 1951) y la Biblioteca Pública Piloto en la calle Colombia con la autopista, en 1955.

Este edificio, declarado bien de interés municipal en 1991, está ocupado desde 2015 por la Corporación Universitaria Remington. Para el arquitecto y docente universitario Diego López esta es una edificación premoderna, acorde con la formación de Tulio Ospina, quien estudió en el exterior y trajo ideas foráneas. Sin embargo, según López, “sus fundamentos arquitectónicos premodernos presentan ciertas deficiencias porque no corren riesgos en el uso de materiales y nuevas tecnologías”.

Este es uno de los edificios representativos de la arquitectura corporativa que llegó a Medellín en la primera mitad del siglo XX. Construcción dirigida a las necesidades de la banca, el sector empresarial e instituciones públicas y privadas. Pero mientras la edificación corporativa, surgida en Chicago, se basaba en el acero, en Medellín, hasta muy entrado el siglo XX se construyó en tierra y ladrillo. López explica que en las construcciones en las que participó Tulio Ospina este se inclinó por estructuras basadas en columnas, vigas y forjados de concreto; muros y tabiques en mampostería.

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El edificio del viejo Banco de Colombia, sobre la carrera Bolívar, tiene un área de más de cuatro mil metros cuadrados distribuidos en diez pisos. Sus ventanas, que se conservan, son verticales por la implementación de las columnas en la estructura, lo que impedía al que estaba en el interior de las oficinas tener una visual del horizonte. Y quizás uno de los elementos más llamativos de su fachada es el chaflán o corte que tiene en la esquina, que otrora sirviera para acceso a la sucursal bancaria, después para la instalación de uno de los primeros cajeros electrónicos de la ciudad y ahora... Bueno, ahora se pierde en medio de la avalancha de vendedores que atiborran ya no solo el andén exterior sino también las que fueran oficinas en el primer piso y que hoy en día son almacenes de todo a cinco o diez mil pesos.

De la ornamentación original es poco lo que se puede apreciar actualmente pues desde que la Remington ocupa el edificio lo ha intervenido, adecuándolo a sus necesidades. Quedan, sin embargo, algunos detalles en madera y metal en zócalos, balcones y barandas.

Un edificio a media luz

Antiguos empleados del banco que pasaron por estas instalaciones coinciden en señalar dos recuerdos: la luz mortecina que lo caracterizaba y las operarias de los ascensores que, ataviadas con uniformes y muy maquilladas, eran las encargadas de maniobrar las palancas para abrir y cerrar los aparatos y llevar al personal a su destino.

“Eran unas señoras un poco desaliñadas y el ascensor era viejo, traqueteaba impresionante”, cuenta con una mueca de miedo Claudia Patricia Madrid, quien estuvo allí a comienzos de este siglo. Y recuerda también que por la media luz del edificio se decía que allí espantaban. Por su parte, Luis Eduardo Castañeda, que se movió en este edificio de oficina en oficina y de piso en piso entre 1980 y 2007 cuando se retiró del banco, recuerda esos años de trabajo con alegría. Dos viejos con memoriaOriundo del Caquetá, Luis Eduardo se vinculó con la entidad a finales de los sesenta como mensajero en la oficina del municipio de Florida, pero rápido entendió el manejo de las cuentas corrientes y fue eso lo que llegó a hacer en Medellín cuando aterrizó en el primer piso del edificio. Siempre fue de los primeros que entraban, pero, eso sí, de los más puntuales en salir. Este 2018 visitamos el edificio al que no volvió desde hace más de diez años, cuando se jubiló, y todo lo que apunta son cambios: “Está muy distinto, nada está como cuando yo trabajaba”. Trabajó en varios pisos pero no pasó del séptimo, debido a que el banco siempre tuvo arrendados los pisos superiores a oficinas de abogados. Sin mucho espacio para recorrer, pues los accesos son restringidos y las obras se acumulan, Luis Eduardo recuerda los años en los que desde las ventanas del edificio, de día o de noche, vieron avanzar las obras del metro; las ventas de fritos y guaro con las que algunos compañeros se ajustaban el salario; y las veces en las que desde el quinto piso les lanzaron bolsas de agua a los estafadores del juego de la bolita que se hacían en la acera del frente sobre la calle Colombia.

Su hijo mayor, Juan Camilo, recuerda que en varias ocasiones estando niño fue con su mamá y su hermano a llevarle la coca con el almuerzo al papá. “Nos veníamos desde Itagüí, que era donde vivíamos, le dejábamos la coca en la portería o a veces me dejaban llevársela hasta la oficina y con mi mamá nos íbamos a visitar una familiar por acá, creo que por Buenos Aires o Villa Hermosa, hasta las cinco que ya pasábamos por mi papá y nos íbamos todos juntos para la casa”. Él también recuerda, como Claudia Patricia, a las ascensoristas, señoras de edad, sentadas en un butaco alto y preguntando lacónicamente, “¿piso?”, antes de presionar un duro botón.

En la actualidad estos dos edificios viven historias diferentes. Mientras uno, el de Carabobo, continúa siendo techo y lugar de trabajo de empleados bancarios, para lo que fue construido; el otro, el de Bolívar, luce un tanto abandonado, a la espera de nuevas gentes, nueva vida, esta vez, estudiantil y administrativa. Comparten sin embargo un pasado en los años de crecimiento citadino alrededor del Centro; el haber sido sedes de tres de los bancos más importantes del país; una calle, Colombia; y un entorno que hierve de vida, en el que de vez en cuando vale la pena levantar la cabeza para encontrarse con ellos y verlos de arriba abajo como lo que son: memoria que sobrevive en una ciudad que tiende a arrasar con todo.

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