De pasaje en pasaje
Mauricio López Rueda

De pasaje en pasaje

En el siglo XVIII, en Francia, el Barón de Haussmann, en la época del Segundo Imperio, llevó a cabo una serie de novedosas construcciones en París. Se trató de una serie de corredores rectos y circunvalares que atravesaban manzanas enteras y que solo eran de uso peatonal y comercial. Les llamó boulevard, pues eran una avanzada imitación de los bolwerk holandeses de tiempos más antiguos, que rodeaban el pequeño país de los tulipanes propiciando una defensa baja para las altas fortalezas.

Aquellos primeros bulevares transformaron la vida parisina. Las nuevas formas de relacionarse trascurrieron en ellos con fluidez, pues la Ville lumiére invitaba a caminar, a pasear y a perderse por entre aquellas galerías techadas en donde el tiempo parecía suspenderse y el romanticismo, al fin, cobraba significado. Todavía hoy los pasajes se presentan como oasis silenciosos, en donde la cultura no está permeada por la economía, sino que la economía se reviste de cultura, brindando un panorama minimalista, austero, refrescante.

Medellín, por obra y gracia de peculiares epifanías —ocurridas durante la alcaldía del médico cirujano Ignacio Vélez Escobar (1968-1970)—, se jacta de tener alrededor de treinta pasajes comerciales en pleno Centro de la ciudad que, en conjunto y al mismo tiempo, forman un entramado urbano y un recorrido ecléctico de unos cinco kilómetros, desde La Alpujarra hasta El Palo, pasando por Carabobo, Bolívar, Sucre, Maracaibo, Junín y la avenida Oriental.

De pasaje en pasaje

El primero en construirse fue el Junín-Maracaibo, que está ubicado donde quedaba la casona de la familia de Mercedes Toro Uribe, Gabriela Uribe de Uribe, Carlos Santiago Uribe Uribe, María Isabel Uribe, Carlos Uribe Escobar, Ricardo Uribe Jaramillo, Leonor Celina Uribe de Fernández y Mariluz Uribe de Holguín, añejos clientes del Club Unión; una estirpe muy próspera que decidió abandonar el Centro de la ciudad para mudarse a El Poblado, debido al bullicio de la creciente capital antioqueña, que cada día tenía más comercios, más edificios, más carros y más gente.

El pasaje se abrió por primera vez al público el 8 de enero de 1975, durante la efímera alcaldía de Federico Moreno Vásquez. Entre los primeros clientes de la galería estuvieron los orfebres Ángel y Ángel; Carlos Agudelo Ochoa, el dueño de Plata Martillada; Carolo, quien tuvo una tienda de discos de rock y de otros géneros musicales bautizada La Cueva, y en la que él y sus clientes terminaban de fiesta hasta el amanecer, encerrados fumando marihuana y rockeando, como cuenta Carlos Arturo Restrepo Mesa, el dueño del local en donde los hermanos Ángel montaron su primera joyería, hace más de cuarenta años.

Y aunque no son más que reflejos del modernismo tardío de la capital antioqueña, enmarcados en el famoso ‘Estilo Internacional’ que se le quiso dar a la incipiente “metrópoli” durante la efervescente década del setenta, en el siglo pasado, los pasajes comerciales se han convertido en símbolos de rebeldía contra el caos a la intemperie del Centro de la ciudad.

Solaz entre pasajes y viaductos

Como Gabo y Cortázar en París, en Medellín uno puede extraviarse voluntariamente por esos breves espacios unívocos y peculiares, como el Pasaje Nacional, sobre Carabobo y frente a la vieja Estación del Ferrocarril, una especie de escuadra que no sale a ninguna parte y que conecta con un almacén de objetos electrónicos cuya entrada y salida dan a la carrera Carabobo. Podría decirse que no es un pasaje, pero para qué discutir con el nombre.

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Muy cerca de allí queda el pasaje comercial Metro 1, un amasijo de restaurantes, sitios de internet, peluquerías, ventas de películas piratas, oficinas de asesorías burocráticas y hasta puestos de ropa usada y lavada. Este paseo de tres pisos, que conecta con la estación Alpujarra del metro y con la carrera Bolívar, ha ido creciendo con el pasar de los años, perdiendo un poco de su magia, de su encanto. Ya, por ejemplo, no es tan importante la famosa Boutique Mayra Alejandra, pues otras tiendas de ropa, con telas manufacturadas en China, le han robado los clientes.

Al menos siguen siendo habituales los comensales del Pimentón Rojo y de Amor a la Carta, restaurantes de comida casera que abrieron sus puertas hace más de quince años, y que son los preferidos por los funcionarios de la Dian, la Gobernación y la Alcaldía.

Saliendo a Bolívar, y pasando con cuidado el viaducto del metro, se encuentra el pasaje Metro 2, un lugar un poco más austero, menos tumultuoso y, por lo tanto, más placentero, en cuyo centro hay una cafetería de comida vallecaucana que se llena hasta los bordes, como si se tratara de una homilía de Viernes Santo. Allí atiende Juliana, la Negra, quien reparte almuerzos y cervezas mientras menea las caderas al ritmo de las canciones que rebotan de pared en pared desde el Rincón Vallenato.

Guayaquiliando

Tras el solaz del Salsipuedes de la Negra, es necesario cruzar San Juan para abordar el vertiginoso y descarrilado tren de los pasajes de El Hueco, un enmarañado laberinto de estrechos callejones que se yuxtaponen como si fueran las extremidades de un gran monstruo viviente y deforme.

Por esos recovecos se encuentra el pasaje San Antonio, entre Bolívar y Palacé, muy cerca del Salón Málaga. Al frente, justo debajo de la estación San Antonio del metro, está el pasaje Pioneros, que conecta Bolívar con Amador.

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Luego, ya en el corazón del zoco guayaquilero, están los pasajes Carabobo, Atlantic, El Hueco, Megacentro, Edificio Cafetero y alguno más, y en todos ellos pululan los rostros juveniles y alegres de las coquetas vendedoras, quienes exhiben relojes, gafas, celulares, gorras, tenis y joyas de todos los materiales y marcas.

“Qué busca mono, bien pueda. Bienvenido. ¿Busca yines de marca o tenis de marca?” son los estribillos que acompasan el paso ligero de los apurados clientes. Menos tormentosos son los pasajes Veracruz y La Bolsa, muy cercanos el uno del otro. En el primero suelen camuflarse los policías para observar a los criminales que deambulan en las cercanías a la Iglesia de la Veracruz. Se sientan en la Fonda Cañaveral o en la heladería Años 60 y desde allí toman nota de todos los movimientos sospechosos a su alrededor.

El Veracruz es otro de los pasajes antiguos de Medellín. Abundan en él las tiendas de instrumentos, de ropa, de objetos religiosos y de calzado.

La Bolsa, por otro lado, tiene locales de objetos sexuales y esotéricos, que comparten espacio con agencias de viajes, cafés internet y pulcras tiendas cristianas. El pasaje de La Bolsa termina en el costado derecho de la parte trasera de la Iglesia de la Candelaria, en una pequeña plazoleta repleta de relojeros y laminadores.

Libros y música

Desde allí el paseante puede seguir hasta la calle Colombia, a través del pasaje del edificio Atlas, o hacia la carrera Junín, si se deja engullir por el pasaje Junín-La Candelaria, un viaducto pequeño y fresco, custodiado por el bigotón vigilante José de Jesús Montes, quien tras dar sus rondas se mete al Café Amaral a saborear un tinto, mientras mira las fotos de Charles Chaplin que adornan cada una de las paredes.

Cerca de ahí, sobre Junín, y debajo del edificio de la Defensoría del Pueblo, está ubicado uno de los pasajes más exiguos de Medellín. Son si acaso diez pasos hasta salir a La Bastilla, lugar consagrado a los libros, y donde se dice que el mismísimo Tomás Carrasquilla animaba fantásticas tertulias. Lo que sí es seguro es que hasta hace poco se veía pasar por allí a Leonel Ospina y a Joaquín Bedoya, muy borrachos de aguardiente, jugándose los billetes en las mesas de dados de “la calle del tuvo”, esa parte de La Bastilla donde a los ajumados suele describírseles desde el pretérito perfecto del verbo tener. “Ese de allá tuvo casa, finca, carro”; “ese otro tuvo mujer y familia”; “ese que está dormido tuvo una carrera como cirujano”, dicen los cantineros señalando achispados a diestra y siniestra, adjuntándoles inmediatamente la conjunción pero: “Pero se dejó llevar por el trago”; “pero una pena lo derrumbó y empezó a beber”; y así por el estilo.

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Y si uno sigue subiendo hasta la Avenida Oriental encuentra el pasaje San José, justo a un lado de la iglesia que lleva el mismo nombre. En ese lugar, digno de ser visitado, el mejor local, por leguas, es el Musical, una colección de más de doscientos mil CD y vinilos que son propiedad de los hermanos Octavio y Hernando Perdomo, y que es atendido por Luz Aleida Orozco.

Todas las piezas musicales permanecen al aire libre, sobre viejos y rudos baúles de hierro. No hay dueto, grupo, orquesta o solista de música colombiana, de vallenatos, porros, tangos o de romántica que no se encuentre allí.

“Este negocio nació con el pasaje. Hace más de treinta años estamos aquí, y nos ha ido muy bien”, cuenta el fulguroso Octavio mientras su hermano Hernando le hace burlas desde una esquina. La colección originalmente le perteneció al papá, don Alfredo Perdomo, un habitante de El Salvador ya fallecido, quien era habitual en los encuentros de coleccionistas que se organizaban en Buenos Aires, Caicedo y La Floresta. Cuando murió, al no dejar más herencia que los discos, los hijos decidieron venderlos, de a poco, pero sin dejar que el acervo disminuyera nunca.

“Ellos siguieron asistiendo a encuentros de coleccionistas para comprar discos y luego los venían a revender acá”, asegura Luz Aleida, quien se enamoró de Hernando hace más de veinte años y desde entonces también hace parte de la aventura del Musical.

Oriental y Sucre

El Pasaje San José sale a Colombia y de ahí, para seguir con el recorrido de las galerías, hay que ir hasta La Playa con la Oriental.

El Pasaje La Playa es el primero en aparecer ante los ojos del caminante. Es popular por sus tiendas de música, de camisetas estampadas y de tatuajes. Luego está el famoso Camino Real, sitio de encuentro obligado de muchos antioqueños. Más allá, siempre por la Oriental, están Insumar y El Paso, donde uno puede encontrar vestidos de novia, trajes para caballeros y hasta ajuares infantiles en todo tipo de precios, e incluso en alquiler.

Subiendo desde Palacé están el Astoria, el Junín-Maracaibo, el Junín-Palacé, el pasaje del Edificio Central, el Orquídea Plaza, el Unión Plaza, el Ópera, entre otros. También están el pasaje del Coltejer, con entidades financieras, y el pasaje del edificio La Ceiba, una maravillosa galería en forma de ele que sale a La Playa, y en donde los más viejos pueden ir a disfrutar con la música de la Heladería La Ceiba, en la que todos los sábados se organizan opíparas “marranadas”.

Juniniando

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Sin embargo, dos pasajes que merecen mención en esta zona son sin duda el Vicente Villa y el Boulevard de Junín. Dos lugares históricos, colmados de mitos y retratos minimalistas del Medellín del art nouveau.

Ambos surgieron después de que el Junín-Maracaibo por fin tuvo éxito, luego de superar la maldición que lo bautizó como el “túnel de la quiebra”, que duró desde 1975 hasta 1980.

“En ese tiempo a la gente le gustaba caminar por la calle. El clima de Medellín era mejor, no había tanta inseguridad y todo en general era muy bueno. La gente no tenía miedo. Es más, a la gente le daba miedo meterse a un lugar oscuro, a un túnel oscuro como era el pasaje”, explica Carlos Quevedo, administrador del Junín-Maracaibo desde hace treinta años.

“Además, la gente que bajaba a juniniar era muy emperifollada y le gustaba mostrarse. Esta parte de la ciudad era óptima para mostrarse. Las señoras exhibían sus vestidos, sus peinados, sus joyas, entonces para qué meterse a un pasaje donde nadie las iba a ver”, añade Quevedo.

Muchos negocios quebraron en esos primeros años, incluyendo el almacén Sterling, de ropa elegante, y una tienda de retratos fotográficos que fue famosa porque entregaba las fotos en una especie de caleidoscopio, una novedad en esa época.

“Se empezó con dificultad, pero pronto el pasaje se volvió famoso y todo el mundo quería venir. Y ahí fue donde empezaron a montar otros pasajes como por ejemplo el Astoria, que se construyó donde en el pasado estuvo ubicado el restaurante Astor, o el Unión Plaza, que se hizo donde estuvo, alrededor de cien años, el Club Unión”, narra Carlos Arturo Restrepo Mesa.

El Boulevard de Junín, que se construyó unos quince años después del Junín-Maracaibo, es la expresión exacta de la obra que en París ordenó hacer el Barón de Haussmann. Es uno de los baluartes del paseo Junín, como terminó llamándose la calle El Resbalón. Empieza en el Astor y termina frente al Camino Real, atravesando esas viejas manzanas donde ubicaron sus casas insignes personajes como Gonzalo Mejía, el londinense Tyrrel Moore y Teban Puerta. Es un amplio centro comercial con restaurantes y boutiques de ropa y calzado, donde también persisten pequeños negocios locales como Pimponi, una tienda de ropa para bebé ciento por ciento criolla.

El Vicente Villa, que empieza en Sucre y termina frente a Versalles, en Junín, es conocido por sus añejas ópticas como la Caracas y la Clinidents, o por la peluquería de Albeiro, famosa hace más de veinte años. También es visitado por sus costureras del segundo piso y por las tardes de fútbol en el bar El Reloj.

El sueño de hacer de la Comuna 10 un centro histórico peatonal, donde la nostalgia no riña con el progreso, todavía está muy lejos de realizarse. Sin embargo, la presencia de los pasajes comerciales, esos especiales oasis donde los transeúntes pueden resguardarse del sol o la lluvia, es un paso adelante para hacer de La Candelaria un lugar más amigable.

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