El primer fusilado del siglo XX en Medellín

Puente de GUayaquil y la Locomotora No. 13 del Ferrocarril de Antioquia. León Francisco Ruiz, 1976.


Hasta que se abolió la pena de muerte en la Asamblea Constituyente de 1910, las ejecuciones eran el escarmiento de la justicia divina y terrenal para los peores asesinos. En la historia de Medellín de finales del siglo XIX abundan las ejecuciones en las plazas públicas, principalmente en Guayaquil, pero es poco conocido el relato de la primera ejecución del siglo XX en nuestra ciudad, publicado por El Comercio en 1902. El investigador Miguel Escobar Calle recupera esta pieza y la presenta a los lectores.

En la prensa escrita tres elementos son necesarios para lograr un buen reportaje: un suceso, un periodista y un fotógrafo. En otras palabras, quién o qué es noticia, quién es noticia, quién la narra y quién la perpetúa por la imagen. En esta ocasión nos encontramos ante uno de los primeros grandes reportajes de la prensa antioqueña.

Bosquejemos entonces los protagonistas:

El reportero: Don H. Gaviria I., esto es, Henrique Gaviria Isaza, quien le ponía hache a su nombre para evitar confusiones con un homónimo (Enrique A. Gaviria), también periodista, pero liberal. Don H. Gaviria I. fue un destacado violinista y profesor de música (Escuela Santa Cecilia) y reconocido escritor, publicista y editor. Además de colaborador asiduo en La Familia Cristiana, órgano semioficial de la Curia de Medellín, don Henrique fue fundador y director de una larga lista de periódicos y revistas: El Cascabel (1889-1905), El Pelele (1903), Polichinela (1905), El Centenario (1910), La Buena Lectura (1910-1912), Azul y Blanco (1911), Boletín de la Concertación Conservadora (1911) y Humo y Ceniza, órgano de Coltabaco, en 1923. Como editor fue quien publicó El Recluta (1901), donde con tema forzado participaron los más importantes escritores antioqueños de la época. El Recluta fue quizá la primera obra literaria que se ilustró con fotografías en el occidente colombiano.

El suceso: Jesús María Tamayo, condenado a muerte por envenenar a su mujer, fue fusilado en Medellín, en el Puente Guayaquil, el día 13 de septiembre de 1902. Don H. Gaviria I., entonces, cuenta en un minucioso reportaje toda la historia: el crimen, el juicio, la capilla, el testamento, la entrevista al reo y la ejecución.
“Del terrible suceso que acaba de conmover tan profundamente la sociedad” hace pues su gran crónica. Grande no solo por su extensión (dos páginas y cuarto, tamaño tabloide), sino porque, para la época es un ejemplar trabajo periodístico; explota con detalle y fuerza descriptiva una importante noticia: el primer fusilado de Medellín, al final de la Guerra de los Mil Días. Obvio que como buen godo y ferviente católico, don H. Gaviria aprovecha para sacar moralejas y dar lecciones, pero ello no empaña el vigor narrativo de su excelente trabajo reporteril.

El primer fusilado del siglo XX en Medellín

Adecuación del acueducto por el Puente de Guayaquil. Gabriel Carvajal, 1967.


Los fotógrafos: Cuenta don H. Gaviria que después de las dos descargas de fusileros, los fotógrafos Benjamín de la Calle y Manuel Botero Echeverri plantaron sus cámaras “delante de los despojos sangrientos” y tomaron sus placas.

El reportaje: Fue publicado en el número 14 del semanario El Comercio, cuya única colección se conserva en la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto, era impreso en la Tipografía de Félix de Bedout y su fundador y propietario era José A. Gaviria I., hermano de don Henrique.

Las fotos: Al parecer de común acuerdo, desde la fecha de publicación del reportaje, Benjamín de la Calle y el Taller Artístico Resbot (de Manuel Botero y Paulo E. Restrepo) anuncian la venta “del retrato de Tamayo en el patíbulo”. Las “vistas de la ejecución de Tamayo” debieron resultar un excelente negocio, pues los avisos se publicaron sin interrupción hasta el 30 de octubre de ese año. Además, las fotos de Resbot se vendían también en tamaño grande en el Almacén Fotoclub, del socio y fotógrafo Paulo E. Restrepo. Un coleccionista de Yarumal, el profesor Gustavo Zapata, conservó y facilitó un ejemplar de la foto de Manuel Botero que se reproduce hoy por primera vez.

Advertencia final: No se debe confundir a Jesús María Tamayo, primer fusilado (1902), con José Leoncio Agudelo, último fusilado en 1906, cuya historia rescató de manera impecable Víctor Bustamante en El Imaginario del periódico El Mundo (diciembre 6 de 1997).

Nota del editor: Se conserva la ortografía original del texto.

Crimen, capilla y ejecución de Tamayo

Del terrible suceso que acaba de conmover tan profundamente la sociedad he querido dar á los lectores de este periódico un relato detallado y tan minucioso como sea posible, y para eso, violentando mi temperamento, dominando mis nervios, relegando al último rincón del alma los viejos residuos que aún me quedan de noble sensibilidad, he visitado en su capilla á Tamayo, lo he acompañado en su doloroso vía crucis, y he tenido la desdicha de verlo morir acribillado por los soldados del gobierno.
Lisa y llana será mi narración, libre de dibujos, retóricas y literaturas, sin frases declamatorias, ni sensacionalismo de relumbrón; me limitaré á explanar un poco mis notas, tomadas á pie de fábrica, y á hacer algunas breves observaciones cuando me plazca, o cuando los sucesos que vaya relatando así lo indiquen.
Menos aún entraré en disquisiciones más o menos filosóficas en pro ó en contra de la utilidad y eficacia de la matanza, de la destrucción de seres humanos, como castigo y como remedio. Artículos de periódicos, hojas, folletos y centenares de libros se han publicado, defendiendo unos, atacando otros y la cuestión está allí tan en pie como si nadie la hubiera tocado. Sólo si declaro solemnemente, PARA HONRA MÍA, que tengo la dicha de ser enemigo acérrimo de la pena de muerte, y que creo que únicamente quien puede darla tiene derecho para disponer de la vida de los hombres.
Ahora, como impresión personalísima, y sin que yo pretenda con esto irrespetar la Ley, digo que el fusilamiento tal como lo he visto que se efectúa, el hecho de que esté allí un hombre sentado, solo, indefenso, con los ojos vendados, atado como un cordero, rodeado por gente armada, teniendo al frente suyo diez y seis individuos que dirigen contra él sus fusiles, lo hieren primero y lo rematan enseguida, sin piedad y sin que ellos corran el menor de peligro, digo que ese acto, así descarnado, me parece una acción baja, ruin y cobarde, que subleva el corazón.
El primer fusilado del siglo XX en Medellín Pero… basta, que yo he prometido ser narrador insensible.
Para hacer la cosa con algún método, y porque sé que muchas personas no conocen el delito que llevó á Tamayo á morir con tanta afrenta, referiré el hecho brevemente. Para ello me serviré de la brillante y lúcida vista fiscal, que tuvo la fineza de facilitarme el Dr. Jesús María Trespalacios, Agente de Ministerio Público, que fue, en este asunto.

El crimen

Requerida de amores María Josefa Echavarría por Jesús Ma. Tamayo, unió su suerte a la de él, con los lazos matrimoniales el 1° de Diciembre de 1894. Hé aquí lo que de la infeliz mujer dice la vista fiscal. “Era María Josefa Echavarría una pobre mujer antioqueña, de baja posición social, de oficios como los propios entre gentes de su clase social, que se alquilan de serviciales en casas de personas pudientes, cuando les falta la manutención que otro ha de darles, según obligaciones contraídas bajo juramento solemne”.
Poco duró la ventura con que ella soñara el casarse; las frases de amor y las caricias se tornaron bien pronto para ella en insultos y en golpes, á los que de cerca siguió el completo abandono en que la dejó su marido, sin motivo ninguno, porque la conducta de ella era intachable en todos sentidos.
Se fue Tamayo á Remedios y su mujer entró en calidad de sirvienta en una casa respetable. Triste, pero resignada, pasó la pobre mujer dada á sus faenas y sin que nadie la oyera nunca una queja contra el esposo ingrato.
De pronto un día, el cuatro de agosto de 1898, se presentó Tamayo en la casa á invitarla, con frases melosas y con mentidas promesas, á seguirlo y á hacer de nuevo vida conyugal. Conocedora ella, sin duda, de los sentimientos de su marido se negó a sus pretensiones. Empecinado el hombre, recurrió á las autoridades, y en la tarde del citado día acompañado por un agente de policía, la obligó á irse con él.
Tomaron juntos en dirección á la carretera del Norte. En la esquina del Ciprés, en la tienda de un señor Idárraga, pidió Tamayo una botella de vino, ordenando que se la entregaran destapada. Allí mismo tomó él un trago, seguramente para quitar á su mujer toda sospecha, y le dio otro á ella. Salieron de allí con rumbo al Bermejal. Habían andado algunos pasos y él se quedó un poco atrás, destapó la botella y vació en ella el contenido de un papelito con estricnina, veneno que para el caso trajo desde Remedios, según consta en el sumario. La invitó á tomar otro trago y como ella, recelosa, se negara á sus instancias, le dijo él: “Si no se toma este trago tiene que morir en la punta de un cuchillo”. Y parece que la amenaza no era en balde porque un cuchillo fue hallado en la carretera, y reconocido por Tamayo como de su propiedad. Es un hecho evidente que él quería deshacerse de su mujer (para casarse con otra con quien vivía en Remedios) y que traía meditado su crimen, porque algunos días antes había ofrecido á una muchacha unos polvos para que matara a un novio que la había burlado, y porque contra su víctima había lanzado esta terrible sentencia: “Aquí (Medellín) ó en Remedios, muy pocos serán los días de ella”.
Tomó el trago fatal, que le produjo, en el acto, dolores intensos. “No habrás llegado al Bermejal cuando te estés torciendo”, dijo él cuando ella se quejó de su padecimiento.
Un poco más adelante oyeron algunos, que se cruzaron con ellos, que él decía, contestando á algo que ella hablara: “No le hace que te lleve el diablo”. Otros afirman haber visto que la daba bofetones.
Logró la pobre mujer arrimar á la casa de Antonio Mesa, donde fue presa de horribles convulsiones y donde comenzó su corta pero espantosa agonía. El Dr. Julio Restrepo A., llamado por los vecinos, declaró que aquella mujer moría envenenada con estricnina.
Cuando su mujer agonizaba hizo Tamayo muchos aspavientos y alharacas queriendo parecer muy consternado, á pesar de que ella dijo á los circunstantes: “Me mató Jesús con ese trago que me dio” y de que á el mismo lo inculpó, con estas palabras: “Me mataste Jesús; no le hace. Y fue para irte con Nepomucena; irás y te casarás con ella, pero en el Cielo nos veremos”.
Todavía tuvo él cinismo de brindarse á venir por los remedios prescritos por el Dr. Restrepo, pero cuando volvió con ellos ya su mujer había pasado á mejor vida. Allí mismo fue aprehendido por los agentes de Policía, á quienes se había prevenido, y conducido á la cárcel.
Tres jueces intervinieron en el proceso: El Dr. Julio Echavarría que llamó a juicio á Tamayo; el Dr. Julio Ferrer, que lo condenó á muerte y el Dr. Juan E. Martínez que presidió la ejecución. Actuó como fiscal el Dr. Jesús María Trespalacios; como defensor, el Dr. Nicolás Mendoza. Fueron jurados los Sres. Alejandro Arango V., Clímaco Toro V., y Germán Vélez E.

Capilla

El miércoles, 10 del presente, se quitaron á Tamayo las cadenas para ponerlo en capilla. Correspondió esto al Capitán Jacinto Barón, porque estaba de jefe de día. Ya libre, se abalanzó como una fiera sobre los gendarmes y mordió á tres de ellos. Fue preciso asegurarlo con lazos para conducirlo al cuarto donde debía pasar las últimas horas de su vida. Ese primer día se negó á recibir y á escuchar al sacerdote que fue á visitarlo, y aun parece que á sus insinuaciones amistosas contestó con palabras agrias y ofensivas.
Más, poco á poco vino la calma y el segundo día de su capilla —jueves 11— no sólo atendió y recibió bien al sacerdote sino que se confesó. Algunas virtuosísimas señoras que lo visitaron y consolaron, le obsequiaron con manjares, vinos y cigarros, lo acompañaron en muchas de sus tremendas horas, tanto en este día como el primero y en el último. Tan conforme y tan tranquilo pasó el segundo día que hasta cantó en asocio del ordenanza que pusieron á su servicio.
Esa noche, á las siete, se verificó, en la comandancia de la Gendarmería, el sorteo para designar el oficial que debía comandar la escolta, entre los siguientes oficiales: capitanes Cleofe Gómez, Epifanio Ramírez, José María Restrepo, Eduardo Madrid, Jacinto Barón y Juan C. Uribe; tenientes, Luis E. González, Juan Echavarría, Adolfo Lopera, Eugenio Gómez y Luis Ortiz. La suerte designó al capitán Jacinto Barón, el mismo que lo puso en capilla.
Todos estos detalles los debo á la gentileza de Sr. coronel Marciano Madrid, así como la lista de los soldados de la escolta, que copio en seguida, como dato curioso. Los tiradores fueron: los sargentos segundos, Juan Gómez, Francisco Restrepo, Miguel..., José Díaz; cabos primeros, Manuel A. Vélez, Mario A. Escobar; cabos segundos, Ramón Montoya, Rodrigo Peña, Antonio Burgos, soldados, Marco A. Pérez Antonio J. Foronda, Luis A. Uribe, Félix Rodríguez, Juan B. Córdoba, Antonio Calle, Víctor A. Adarve.
El viernes trece, día de su capilla y último de su existencia, oyó misa y comulgó. Pasó las horas ya con algún sacerdote, ya con las señoras que lo visitaban. Cuando merced al permiso que en mi calidad de periodista, me concedió el Sr. alcalde para visitar al reo, me presenté, á las cuatro y media de la tarde, en la puerta de la cárcel, se me detuvo algún tiempo porque estaba Tamayo dando á dos señoras sus disposiciones testamentarias, para su hija y su madre.
En papel común y sin intervención de notario hizo él la especie de testamento que copio en seguida y cuya adquisición debo á las estimabilísimas Sras. Da. Mariana Díaz de Q. y Da. Nicolasa Restrepo de U.
 

“Digo yo, Jesús M. Tamayo, pronto ya á comparecer al Divino Tribunal de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en quien creo y confieso, que dejó una niña de seis años más ó menos, hija legítima mía y de mi esposa, (que en paz descanse) y la cual hija está en poder de sus tíos maternos Lisandro y Fausto Echavarría que me la negaron como al mes de haber ocurrido en mi desgracia, cuando se las pedí para entregarla a mi madre.
Dejo más una pobre madre anciana, pobre y sin quién la ayude.
Como no tengo bienes de fortuna vinculados en fincas raíces, ni muebles y sólo poseo unos pocos reales en efectivo, dispongo de ellos en vida de la manera siguiente:
De lo que poseo dejo depositarios ante testigos y con el cargo de cumplir mis últimas resoluciones á las Sras. Doña Nicolasa Restrepo de U. y Doña Mariana Díaz de Q.
Darán al Sr. Juan M. Gutiérrez la suma de cien pesos ($100) para que este señor me haga el servicio de arreglarle á mi pobre madre su casita. Darán al R. P. Perea, de la orden de San Francisco, la suma de noventa pesos ($90) para que me diga las treinta misas de S. Gregorio por el descanso de mi alma.
Podrán en un banco de la ciudad lo restante de lo que les entrego, deduciendo las dos partidas que anteceden, á favor de mi hija María del Rosario que es aquella de que hago mención al principio, cuyos intereses servirán para algunas de sus necesidades.
Es mi voluntad, y así lo pido en estos solemnes momentos en que sólo pienso en mi próximo fin y en Dios omnipotente, que esta mi pobre huérfana hija quede en poder de las señoras á quienes estos encargos hago y pido y repito á las autoridades de esta ciudad que coadyuven en este sentido, pensando sólo en el bien de mi hija y en que ésta es mi voluntad como padre, sin que me hayan ofendido y asimismo pido de todo corazón y con la mayor humildad, perdón á todos aquellos á quienes voluntariamente haya ofendido.
Cuando mi hija haya cumplido su edad mayor pueden la Sra. Restrepo y Díaz entregar á mi hija la suma que quede en depósito al cuidado de dichas señoras.
Advierto que me mandé las siguientes promesas por si era la voluntad de mi Dios que me conmutaran la pena capital, pero uno de los sacerdotes que me han asistido en mi capilla me dicen que quedo sin obligación de cumplir estas promesas, pero á pesar de esto, dejo á las señoras á su voluntad de cumplir con ellas ó no.
Para todos los encargos que dejo á estas señoras que tan buenas me han sido durante mi prisión y especialmente en estos momentos en que sólo pienso en Dios y la muerte, entrego á ellas en presencia del Sr. alcalde, del Sr. carcelero y cinco testigos la suma de seiscientos cuarenta y cinco pesos con diez centavos ($ 645.10).
Pido por último, á todos los presentes, que no maldigan mi memoria y me perdonen y que me sirvan de intérpretes para la sociedad, para que mi sacrificio redima sus faltas aquí y en la eternidad.
Las promesas que mandé son:
Una misa rezada al Señor de los Milagros, una misa rezada á S. Antonio, y una misa cantada á la Virgen de la Merced.
Conste que como esto no es testamento, ni depósito, ni finca y además el tiempo urge hago esto en papel común contando con que la solemnidad de los momentos en que lo hago, le dará también á este acto alguna solemnidad y hará legal en todo y conforme á todas las prácticas constitucionales ésta mi última voluntad.
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Firma por mí un testigo por no saber y los demás de que hablo para constancia, en la capilla, para ser ejecutado, en la cárcel de Medellín á 11 de septiembre de 1902”.
 

Como testigo y á ruego de Jesús M. Tamayo,
Juan de J. Ortiz, Secundino Henao, José Ma. Restrepo, Juan C. Uribe A. Indalecio Betancur, Nepomuceno Zapata C.
Recibimos y aceptamos, haciendo constar que el R. P. Perea prometió decir las misas de S. Gregorio sin exigir retribución ninguna y por tanto el dinero dedicado á esta obra queda para su hija.

Firma con dos testigos,
Nicolasa Restrepo de Uribe. Mariana Díaz de Quintero.

El primer fusilado del siglo XX en Medellín

Puente de Guayaquil. Carlos Rodríguez, 1938. Archivo Histórico de Antioquia.


Avisado el Sr. alcalde, coronel Betancur, por el oficial de guardia, vino á la puerta y con su ingénita amabilidad, me hizo entrar, en compañía de varios caballeros que deseaban también ver á Tamayo en capilla. En la parte del edificio que llaman allí El Hospicio, en el fondo de un pequeño patio, hacia la izquierda, cuatro centinelas guardaban la puerta del cuarto.
Entramos.
A nuestra llegada, las dos señoras que hablaban con Tamayo, sentadas cerca á él en un escaño, se pusieron de pie y se retiraron. Aquél, ya solo, nos invitó á sentarnos, y ocupamos una banca que había inmediata á la puerta.
La pieza, de regulares dimensiones, de forma rectangular, estaba así dispuesta: á nuestra derecha la puerta y un poco más allá, una ventana con vista al patio. Entre la una y la otra, por tierra, una fuente con algo que cubría una servilleta blanca, quizá la comida ó los restos del almuerzo, un poco más allá una botella vacía. En el fondo, cerca á la ventana, una gran mesa vestida de blanco; sobre ella, hacia atrás, una bellísima imagen del Crucificado, de gran tamaño; al pie de ésta, un estuche grande de madera que contenía un altar portátil; hacia la derecha, en el extremo delantero de la mesa, una jarra blanca de loza y una vela de cera en un candelero de cobre. A los lados del Cristo algunos tiestos con matas, y atrás y á derecha é izquierda, puestos en el suelo y recostados á la pared tres grandes cuadros de santos. A nuestra izquierda, partiendo de la mesa y ocupando casi todo el tramo, un escaño, en cuyo extremo inmediato á la mesa se sentó el reo cuando nosotros hubimos hecho otro tanto, atendiendo á su invitación.
Hombre alto, robusto, de contextura recia, fisonomía nada atrayente; la cara, un sí es no, es teñida de azulado del carate, de pómulos salientes, nariz chata y pequeña, boca grande y un algo sumida, frente ancha, ojos hundidos, mirada dura. Hélo aquí, á grandes rasgos. Vestía una entre camisa y túnica de color blanco que le bajaba hasta las caderas, y que llevaba ceñida á la cintura con un cordoncito también blanco; pantalones negros, los pies desnudos. Tenía sobre el pecho un gran escapulario de no sé qué Santo.
Llevaba yo la firme intención de conducirme como periodista, no haciendo á Tamayo pregunta alguna, porque me parecía algo así como poco generoso eso de ir á molestar á un ser tan desdichado únicamente para satisfacer después la ajena curiosidad, de modo que me guardé bien —á pesar de las instancias de los que me acompañaban— de romper el embarazoso silencio que siguió á nuestra llegada.
Me pareció, por la manera como chupaba el cigarro, que encendió en cuanto llegamos, por el continuo entrelazar y soltar los dedos de entreambas manos, por el modo como hizo carrizo, por casi todo sus menores ademanes, que aquel hombre estaba haciendo una violencia suprema para aparecer tranquilo. Cuando, poco después habló, sus palabras confirmaron mi creencia.
Visto que yo no cejaba en mis propósitos de mutismo uno de los caballeros le dijo:

—¿Comulgó hoy Tamayo?
—Sí, señor —contestó él.
—¿Y quedó tranquilo?
—Sí, cómo no, mi don —dijo, frotándose las manos, y enseguida, con un ademán raro que yo no sé como explicar, levantó la cabeza y echó hacia arriba el humo de su cigarro.

Siguióse un breve silencio que rompió él, diciendo:

—El corazón es un buen amigo.
—¿Por qué dice eso? —le preguntó alguno.
—¡Ah! Porque yo hacía días estaba aburrido con el día diez (en esa fecha comenzó su capilla).

Se dirigió hacia él, para despedirse, uno de los caballeros y él se puso en pie y le tendió la mano. A las palabras de consuelo, de aliento, y á los ofrecimientos, contestó dando las gracias, y cuando le preguntó si estaba bien tranquilo respondió, no sé con qué resignada tristeza.

—Yo más bien soy flojo para eso.
—Pero Ud. va a hacer una buena muerte.
—Sí, cómo no, yo ya estoy reconciliado con Dios —dijo con los labios temblorosos, y miró al Cristo, con ojos que mojaron las lágrimas—. Y también sé —añadió volviéndose á su interlocutor y parpadeando mucho como para atajar el llanto— que todos nacimos para morirnos y lo mismo es con bala que de otro modo.
—Vea, caballero —dijo en seguida, apretando la mano del que se despedía, y ya muy conmovido—, dígale a su señora y á sus hijitos que le pidan á Dios que me dé resignación.

El terrible estado de ánimo en que estaba ese desgraciado dio pronto al traste con la sujeción en que yo había logrado mantener mis nervios, y aprovechando la confusión que produjo la entrada de otros visitantes, me escurrí, profundamente triste, abatido, pesaroso de haberme metido allí.
Ya en el corredor oí que decía alguno que le hablaba de su próxima muerte.

—Mi compañera hoy es la muerte. Se puede decir que ya yo no soy Jesús Tamayo sino un espectro.

Esa noche —la última— durmió poco; se detuvo paseando á ratos, á ratos rezando, y sólo á eso de las tres de la mañana logró quedarse dormido, sentado en el escaño. A las cuatro lo despertaron para asistir á la misa.

La ejecución

El primer fusilado del siglo XX en Medellín

Puente de Guayaquil. Horacio Gil, 1967.


El señor comandante de la Gendarmería, coronel Marciano Madrid, fue lo bastante fino conmigo para esperarme, como me lo había prometido el día anterior, en la esquina de su cuartel á las cuatro de la mañana, con el fin de hacerme entrar á la cárcel para asistir a misa y á todos los preparativos de la ejecución.
Decía aquélla el R.P. Orrio, jesuita, y le ayudaba el R. P. Perea, franciscano.
Inmediato al altar, del lado del Evangelio estaba Tamayo, de rodillas, en actitud recogida y tranquila. Asistían, además, el señor alcalde, un amigo que entró conmigo, haciéndose pasar por mi secretario, algunos empleados del establecimiento y tres ó cuatro soldados.
Después del sacerdote, en la misa comulgó Tamayo. Dejó, entonces, el P. Perea de ayudar á la misa, y se arrodilló á su lado para rezar con él.
Terminada la misa, á las cuatro y media, el P. Perea y Tamayo, continuaron algún tiempo su rezo de rodillas. Después éste, encendió un cigarro y se puso á pasearse tranquilamente por el cuarto, á conversar y á chancearse con los empleados y oficiales que entraban y salían.
Tomó con gusto el desayuno que le llevaron, después de lo cual volvió á rezar un poco con los dos sacerdotes. Concluido el rezo, á las cuatro y cuarenta y cinco minutos, entró un soldado con el vestido que debía ponerse para ser fusilado: pantalones negros, una chaquetica de igual color y una cachucha negra también. Lo recibió él, y se lo puso con entera tranquilidad. Ya ataviado así, volvió á pasearse, á conversar y á chancearse. A alguna cosa que le dijo el señor alcalde y que yo no logré oír, contestó él, y terminó diciendo:

—Yo me voy con Cristo.
—Eso es, así se hace —repuso todo conmovido el coronel Betancur.

A las siete menos cuarto, se presentó el Capitán Barón, espada en mano á notificarle que había llegado la hora de partir. (Antes había firmado, en la portería, un papel en que constaba que había recibido al reo Jesús Tamayo para ajusticiarlo).
Para ver lo que pasaba entonces en la calle y presenciar la salida de Tamayo, me coloqué en la puerta de la cárcel, del lado de adentro, en seguida de la guardia que estaba formada en el zaguán. Afuera había dos coches; en medio de numerosa escolta que marcaba el paso al son del tambor con sordina y la multitud que esperaba la salida del reo.
Pocos instantes después, el oficial mandó echar al hombro á la guardia, por delante de la cual pasó Tamayo, erguido y firme, aunque intensamente pálido. Iba asido del brazo del coronel Uribe y lo seguían los R. P. Orrio, Perea y Velasco, el coronel Marciano Madrid y el capitán Barón. Al llegar á la puerta se quitó la cachucha para saludar diciendo: “Salud, señores” y con paso firme se dirigió al primer coche y subió á él, acompañado de los tres sacerdotes y del coronel Uribe. Al sentarse, saludó por la portezuela, á la multitud que le rodeaba.
Subieron al segundo coche el señor juez, Dr. Martínez, el médico nombrado para el caso Dr. Alberto Uribe, el inspector del barrio, su secretario y dos caballeros más. En medio del más profundo silencio un empleado leyó desde el balcón que está sobre la puerta de la Cárcel, el siguiente pregón:
 

“Jesús María Tamayo, natural de Bello, vecino de Medellín, y reo del delito de envenenamiento en la persona de su mujer legítima, ha sido condenado á la pena de muerte, que va á ejecutarse. Si alguno lenvantare la voz pidiendo la gracia, ó de cualquiera otra manera ilegal tratare de impedirlo, será castigado con arreglo á las leyes”.

Redobló el tambor... y principió esa espantosa calle de la amargura de aquel infortunado, desde allí hasta el Puente de Guayaquil, donde estaba el patíbulo.
Apresuré el paso hasta verme delante del séquito y seguí, con el objeto de observar bien el lugar del suplicio.
Poco antes que yo había llegado el señor comandante de la Policía y había hecho despejar á la concurrencia, formando un gran semicírculo. Cerca á la primera pilastra del puente, á mano derecha, estaba clavado el banquillo. Consistía éste en una especie de taburete, de asiento un poco bajo, y con un espaldar alto, de tres barrotes, todo pintado de negro. En el barrote transversal del espaldar había medio envueltos algunos lazos.
A las seis y cuarto llegó Tamayo. La escolta que custodiaba los coches se abrió en dos alas, desde el patíbulo, en dirección á la calle que va del puente á la llamada Calle del Medio, dejando ancho campo para la escolta que debía obrar en aquel drama.
Bajó Tamayo del coche con mucha impavidez y dio algunos pasos, abrazado al R. P. Velasco y al señor comandante de Policía. No pude saber quién, pero vi que alguno le sirvió un trago de aguardiente en un vaso, que él lo llevó á la boca sin que la mano le temblara, y que lo tomó sin hacer ni un gesto.
Dio algunos pasos más hacia la derecha, siempre rodeado de los tres sacerdotes, que se interponían entre él y el patíbulo, sin duda con el caritativo fin de ocultárselo, del señor comandante de Policía y de algunos oficiales. Uno de ellos le ofreció otro trago que recibió y tomó como el primero. Se dirigió, en seguida al terrible taburete, y ya cerca á él, tomó un tercer trago.
Entre tanto la escolta que debía matarlo se había retirado algunos metros por el camino que conduce al Poblado.
Ya cerca al patíbulo, de pie, hacia el lado derecho, se quedó únicamente acompañado de los tres sacerdotes: el P. Perea á su izquierda, á su derecha el P. Velasco y el P. Orrio.
Tomó de manos del P. Perea un crucifijo é hizo ademán de que iba hablar. Tocó silencio la corneta, y Tamayo con voz fuerte y entera, y con ademanes enérgicos, dijo, entre otras, estas ó parecidas palabras:
 

“Hermanos míos: Aquí tenéis un espectáculo para escarmiento.
Señoras, porque por allí he visto algunas, madres y padres de familia eduquen á sus hijos. ¡Educación! Si no quieren Uds. algún día pasar por el tormento que hoy sufre mi pobre madre.
Hoy hay mucho desgraciado, se... (no pude oír qué) y yo en este momento no me cambeo por ninguno.
Dentro de cinco ó seis minutos estaré yo delante del tribunal de Jesucristo; delante de Dios que es el dueño de todo, y ¡qué cuenta tan terrible tengo que darle!… ¡qué cuenta!... ¡qué cuenta!...
Pero yo tengo confianza porque Dios no es vengativo...
Jesucristo (poniéndose el crucifijo cerca á la cara) yo he pecado, pero estoy arrepentido ¡perdón! Tres dulcísimos nombres de Jesús, María y José, perdón, tened piedad de mí... En tus manos encomiendo mi espíritu.
Por otra parte voy á explicar, si el Sr. Prefecto me lo permite (dirigiéndose hacia donde se hallaba el Sr. comandante de la Policía).
Hay personas que no creen en Jesucristo. Sí crean, vean, yo lo tengo aquí, véanlo (muy emocionado: mostrando el crucifijo á la concurrencia). Si hay algunos que no crean yo les ruego por Dios (se puso de rodillas, con los brazos abiertos) que no nieguen los Misterios de la Virgen Santísima y de su Hijo... que la Virgen (se puso de pie) es lo mejor, lo más querido lo único que tenemos en el mundo (los tres sacerdotes, con los sombreros en la mano, las cabezas inclinadas, lloraban) la verdadera Madre de nosotros... He dicho”.

El primer fusilado del siglo XX en Medellín

Puente de Guayaquil. Gabriel Carvajal, ca. 1960.


Acabó de hablar, y se sentó resueltamente en el banquillo. Entonces pasaron por delante de él dos soldados con una mesa redonda, que colocaron á la derecha.
La escolta que se había retirado, volvió silenciosamente y se colocó á unos pocos pasos de Tamayo. El se puso, entonces, de rodillas, lo rodearon de cerca los tres sacerdotes, rezaron algo y el P. Perea le dio la bendición.
Volvió á ponerse de pie, entregó el crucifijo, estrechó la mano de cada uno de ellos y se sentó de nuevo.
Por segunda vez leyó un oficial el pregón que se había leído desde el balcón de la cárcel.
Cuando Tamayo se puso de rodillas y lo rodearon, para bendecirlo, los tres sacerdotes, estaba á mi lado un canalla con saco, con botines, y con tragos, echando sapos y culebras contra “estos malditos curas”, como si ellos fueran los causantes de la muerte de Tamayo; como si la hubieran ordenado, ó como si la hubieran ejecutado, cuando no hicieron otra cosa que acompañarlo día y noche en su capilla, sufrir con él, llorar con él, consolarlo, alentarlo, prepararlo —conforme a su misión, á su doctrina— para el temido paso á la eternidad, y por último, llevarlo hasta el lugar de su suplicio y presenciar allí aquel tremendo espectáculo. Y todo, por amor, por interés de aquella alma, sin obtener otra ganancia que la satisfacción del deber cumplido.
Ni soy mojigato, ni gusto de hacer alarde de mis creencias religiosas, porque yo no las tengo para negocio, pero me sofocan siempre las injusticias y por eso no paso ésta en silencio, y por eso hoy siento en el alma no saber el nombre y el apellido del miserable que vilipendiaba á los sacerdotes para clavarlo aquí con todas sus letras, por vía de castigo.
Se siguieron unos segundos de horrible angustia, mientras llegaba quien lo amarrara. Pasó cerca á él, el señor comandante de la Policía y le dijo, con mucha tranquilidad:

—Me van á vendar ó me dejan así.
—Aguárdese un momento —contestó aquél.

Algo dijo después Tamayo á la escolta, pero tan paso que yo no oí, á pesar de estar colocado cerca de él.
Llegó Jenaro (Guasca) y lo amarró á la silla. Inmediatamente el P. Perea le puso una venda sobre los ojos, y mientras la amarraba por detrás de la cabeza, hablaba, hablaba, hablaba. Amarrada la venda, se estuvo un momento el Padre de pie cerca á él rezando algo.
De pronto se retiró.
¡Qué angustioso momento!
Vi yo, entonces, brillar la espada en manos del capitán Barón. Los ocho soldados de la primera fila echaron un pie atrás, prepararon, tendieron sus fusiles hacia aquel desdichado... y... sonó la descarga.
Tamayo dio un ligero salto, inclinó la cabeza sobre el pecho, echó el busto hacia la derecha, con la chaquetilla desabrochada y rota por las balas, y que un poco abajo del costado derecho dejaba ver una herida grande, y con el brazo derecho colgando y la mano hecha pedazos. Boqueó dos ó tres veces.
Volaron hacia él dos de los sacerdotes y lo enderezaron, al mismo tiempo que la segunda fila de la escolta reemplazaba á la primera. Breves instantes.
Prepararon, apuntaron y dispararon.
El desgraciado Tamayo terció violentamente el busto hacia el lado derecho, echó la cabeza hacia atrás y estiró la pierna derecha. Se acercó el doctor, lo auscultó y declaró que había muerto.
Subido sobre la mesa que habían colocado hacia la derecha del patíbulo, dijo el R. P. Orrio, profundamente emocionado, una patética y elocuente oración fúnebre, terminada la cual se descubrió y rezó por el alma del ajusticiado.
Pasado todo esto, y mientras los fotógrafos señores Manuel Botero y Benjamín Calle plantaban sus máquinas delante de aquellos despojos sangrientos, pude ver los estragos de las balas en el cuerpo del infeliz Tamayo.
Una bala entró en el cuello dejando descubierto el hueso que llaman de la manzana; dos en el pecho (una de ellas rompió uno de los escapularios, el más pequeño, y lo introdujo en la herida. De allí lo sacó mañosamente el R. P. Perea); otras dos, un poco más debajo de las costillas. Una bala —quizá la única inofensiva— rompió el espaldar, arriba de la cabeza de Tamayo.
La concurrencia al sangriento drama fue, para honor de Medellín, escasa y compuesta en su mayor parte, de mujerzuelas, de borrachines y de perdidos.
Conforme lo ordena la ley, dos horas quedó expuesto el cádaver. De allí fue llevado en el “Cajón de Ánimas” á la capilla de San Antonio y en seguida al cementerio. (Q.E.P.D)

El primer fusilado del siglo XX en Medellín

 

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