Aquellos años, aquellos bares

Las muchachas que ya habían besado y bateaban en las murallas y en los callejones oscuros con sus novios se acicalaban toda la mañana para ir a bailar a las casetas. Usaban pantalones de telas vaporosas con botas acampanadas o minifaldas. Por esos años mi abuela y sus amigas, unas señoras muy animadas, lideraban las estas de San Cayetano y tenían su propia caseta y hacían bailes todos los sábados. Siempre contrataban el mismo picó, El Isleño, uno de los mejores. El dueño era un señor de San Andrés, Alfonso Cardales, admirado en toda Cartagena por la potencia de su máquina y por la buena salsa que tenía.

Estos cajones de madera del tamaño de un clóset podían tener en su interior hasta quince bafles de 45 centímetros y producir un ruido insoportable. Salsa, boleros y música jíbara era lo que sonaba, especialmente un tema, Mi jibarita mimada, de Odilio González, que bailaban pandeao y con los ojos cerrados, cerca, muy cerca de los bafles. La vibración, capaz de rajar las paredes de una casa, se sentía especialmente en la zona pélvica. Los hombres, generalmente más altos que las mujeres, parecían doblados en tres, buscando quedar bien acomodados, y las mujeres parecían otar a varios centímetros del suelo. De domingo a domingo, a cualquier hora, se escuchaba la voz de Odilio González.

Las imágenes de esa canción pasaban por mi mente como una película. Un barco zarpa del muelle y desde popa el hombre ve a la mujer que ama diciendo adiós con la mano, un adiós que es para siempre porque este hombre, atrapado en la telaraña de los días, no volverá. Piensa que la mujer ya lo olvidó, que tomó a chanza, a chiste, la promesa de su regreso y que seguramente, cansada de esperar, se casó con otro y termina diciendo: “No sé por qué me atropella el recuerdo de mi amada / no sé si estará casada o qué rumbo habrá tomado / la que fue allá en el pasado mi jibarita mimada”. Todo esto acompañado de guitarras alegres, algo al parecer muy propio de los ritmos del Caribe, pues en la música guajira las guitarras suenan igual.

Pero las imágenes que yo veía eran del muelle de Los Pegasos, cerca de la torre del reloj. De allí zarpaban las embarcaciones que iban para las islas de San Blas, en Panamá, o las que remontaban el Atrato y volvían semanas después cargadas de madera y coco, las mismas en las que mi madre se iba por largas temporadas para San Juan de Urabá. Estábamos un rato con ella en el camarote, sentados al borde de la cama hasta que nos decían que debíamos bajar. Nos quedábamos parados en el muelle diciendo adiós, viendo cómo la imagen de mi madre, en la popa, se volvía pequeña, una manchita en el horizonte. Entonces volvíamos a casa y en mi pecho había una gran devastación que duraba semanas, incluso meses, igual a la que siente el protagonista de la canción que se aleja y ve, desde la popa del barco, a la mujer que le dice adiós con la mano.

A las cinco de la tarde empezaba el movimiento. Primero llegaban las señoras que hacían frito y se instalaban en las esquinas, los que vendían cigarrillos, los que instalaban también su mesa y vendían ron Tres Esquinas. A las seis empezaba a sonar la música y a las siete llegaban las primeras parejas. Las calles en torno a la caseta eran un hervidero de gentes felices viendo bailar a los otros, de niños que correteaban por entre las piernas de los mayores, de muchachos que se tomaban las frías fuera de la caseta y se tiraban sus pases acuciados por las descargas, de muchachas que lucían sus pantaloncitos calientes (una moda de los sesenta que retornó y encontró a las muchachas totalmente depiladas) y también se tiraban sus pases.

A veces había bololó en la entrada porque alguien pretendía colarse sin pareja, un arrebatabaile de esos que pedían barato. Tú estabas bien concentrado con tu pareja, sintiendo la vibración en la ingle, y de pronto, como de la nada, aparecía uno de estos tipos y te pedía un barato y tenías que cederle tu pareja, algo humillante, hiriente, la peor ofensa que se podía recibir. Si no aceptabas era pelea segura, y si la que no aceptaba era tu pareja, entonces el tipo le daba una cachetada y de todas formas había agite. Todo muy del mundo de los primates, como cuando un chimpancé recién llegado al grupo persigue a los machos dominantes, haciéndolos huir, incluso matándolos, para apoderarse de las hembras y poder propagar sus propios genes.

Aquellos años, aquellos baresMi abuela y las otras señoras siempre estaban en la mesa, cobrando la entrada y controlando que no se colara un arrebatabaile. Habían aprendido a identificarlos por la vestimenta, o por el peinado, o simplemente porque tenían cara de pendencieros, y parece que Cardales, que tocaba en otras casetas, les hacía señas, previniéndolas cuando veía el peligro, pues los la armaban en todas las casetas de Cartagena y muchos de ellos eran reconocidos por él o por alguno de sus ayudantes. A veces mi abuela me llevaba y me dejaba corretear en la calle, por los alrededores de la caseta, con otros niños. Todos bailaban, tiraban pases y Cardales, que sabía por dónde andaban los gustos, soltaba los mejores temas, unos tras otros, como si hicieran parte de una cadena. Había un niño como de ocho años que parecía otar en la música y bailaba las mejores descargas, se sabía todos los pases, pero, sobre todo, lo hacía con naturalidad, como si cada movimiento fuera una respuesta al piano, a los timbales, a la auta... Era un verdadero genio. Mirándolo supe que nunca aprendería a bailar, que siempre sería un mirón. Si estaba sonando el Jala Jala, de Richie Ray, y Cardales soltaba a continuación El pito, del gran Joe Cuba, seguía bailando, dejando a todos con la boca abierta. “Nojoda vale, ese pelaíto si baila”, decía alguien. Las señoras que vendían frito dejaban sus puestos para verlo bailar y de premio le daban una carimañola.

Cansado, rendido de sueño y frustrado por no saber bailar me metía entre las piernas de mi abuela y, a pesar del ruido, caía en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Tendido en la mesa escuchaba las voces de las otras señoras que hablaban de los arrebatabailes, de lo maluca que era la música jíbara, de la mamá del pelaíto bailador, de tu nieto Carlina, que estaba tirando pases. Y escuchaba a mi abuela que decía entre risas mientras me revolvía el cabello: “No sabe bailar”. También escuchaba la voz de Roberto Ledesma: “Qué raro, ayer te vi pasar y al quererte llamar / la verdad / es para que te asombres /apesardelomuchoqueteamé/mepuedestúcreer/ se me olvidó tu nombre”. Y de pronto seis golpes de piano seguidos de una trompeta que parecía romper el aire como si fuera un trapo viejo y el violín y los demás instrumentos pasando suavecitos, solo la trompeta y los timbales en primer plano, sin letra, descarga pura. Yo estaba pegado a la mesa, con los ojos cerrados y sentía que todos, hasta mi abuela, estaban bailando. Ese tema junto con El pito, Sonido bestial, Jala Jala y Mi jibarita mimada se escuchaban en todas partes.

Pasaron las estas de San Cayetano, las casetas, y pasó la infancia, sepultada como Pompeya por el cataclismo de los días, y llegó la incómoda adolescencia, esa etapa de la vida en la que uno busca acomodarse a algo, tener una forma. Ahora veía a Cardales desde las ventanillas de los buses, cada día más derrotado por los equipos de sonido que desplazaron a las viejas radiolas y a los picós y se hicieron tan indispensables como el televisor, como el bollo limpio y las carimañolas. Cualquiera armaba un baile o ponía su equipo a competir con el del vecino. Las que en otro tiempo iban a las casetas y ahora estaban casadas, como Aracely, hija de la señora Dominga, una de las amigas de mi abuela, se contentaban con recorrer calles y calles mirando los bailes desde las ventanas como hacía Pilar Ternera en Macondo. Todos decían que estaba muy buena y la criticaban porque mientras el marido, que era marinero, estaba meses en altamar, ella se la pasaba viendo bailes. Yo iba a un colegio en el centro, en la calle de La Factoría, diagonal a la casa del Marqués de Valdehoyos a recibir unos conocimientos que se parecían a la untadita de carne que le ponían a las empanadas y a las carimañolas. Tabares, un compañero que iba a las casetas, me contaba lo que se sentía cuando te hacías cerca a los bafles y bailabas, por ejemplo, Mi jibarita mimada: “Es como estar bateando en las murallas”, decía, y se pandeaba un poquito, metiendo la pierna derecha entre las piernas de la pareja invisible, como hacían los hombres en los bailes de San Cayetano. “Tabares es un embustero”, decía Miguel, otro estudiante que tenía patillas de prócer de la independencia y a quien Tabares cualquier día empezó a llamar el Patilla.

***

Edgar era amonado, blanco, y Lucho el Perro decía que tenía facciones de negro. Nos conocimos en una cafetería que había en el parque La República, al frente del cementerio San Pedro, antes de que se pensara en el metro. El parque servía de parqueadero a la flota de taxis San Pedro, propiedad de un médico que solo podía comer tostadas remojadas en café con leche porque lo estaba matando un cáncer de estómago. No lo mató el cáncer, lo mató el ELN por los lados del Jardín Botánico. Cuando terminé de contar la historia de las estas de San Cayetano, Edgar me abrazó y dijo: “Nojoda vale, me hiciste sentir allá”. Allá era Cartagena, una ciudad a la que miraba con nostalgia, como si existiera el peligro de no volverla a ver. Me dijo que fuera el sábado en la tarde a la casa donde vivía, en el Chagualo, detrás de Pepalfa.

Tenían una garrafa de Ron Medellín, dos cajas de cerveza en un viejo congelador y un sancocho de rabo al que le estaban dando los últimos toques. Allí conocí a Eduardo, a Pacheco, a Rafa y a Marrugo, todos de la costa. Sabían la historia de las estas de San Cayetano y me rodearon contando anécdotas de cuando iban a bailes en Barranquilla y terminaban bateando con alguna muchacha en un callejón oscuro. Decían que la mejor palabra para designar lo que uno hace con una hembra en un callejón oscuro es batear “porque a veces metemos un hit o un jonrón”.

Estábamos en la sala, tirados en el piso, tomando cerveza. Edgar, que se había metido en su pieza y rebuscaba entre unas cajas, gritó: “Nojoda lo encontré”, y le pasó un casete a Marrugo. Era Mi jibarita mimada. Eduardo empezó a bailar y Edgar dijo que estaba muy derecho, que eso se bailaba pandeao y todos nos reímos. De las cervezas pasamos al ron y hubo mucho Richie Ray y Nelson y sus Estrellas y Oscar de León y...

Hicimos un alto para comernos el sancocho y al rato retornamos a la cerveza y Edgar empezó a hablar de Nietzsche, de lo dionisiaco y dijo un poco de cosas que no entendí. Eduardo llamó a unas muchachas que dijeron que no podían porque estaban estudiando para un parcial y en ese momento seis toques de piano seguidos de una trompeta que rompió el aire como si fuera un pedazo de trapo viejo me trasladaron a un amanecer remoto de comienzos de los años setenta. Quién es ese. Es Ray Barretto, dijo Edgar, y se paró a bailar, a tirar pases, a mover los hombros. Sabía en qué año había sido grabado, el nombre del trompetista, del violinista, en qué año había llegado a Cartagena. “El de los timbales es el propio Ray”, decía, mientras se inclinaba hacia donde yo estaba, juntando y separando las rodillas, moviendo los hombros, haciendo morisquetas.

Junto con otros amigos entre los que se encontraban Lucho el Perro y Henry Manyoma, el hermano de Wilson Saoko, habían conformado el grupo Benny Moré, dedicado a la investigación. Se reunían él, Lucho y otros que no conocía, y cada reunión terminaba en borrachera. Leían a Cabrera Infante, a Alejo Carpentier, a Nicolás Guillén, y se mantenían hablando del Goce Pagano y de Humberto Valverde, que ese año había escrito una novela sobre Celia Cruz. Henry les enviaba desde Cali artículos de revistas, entrevistas hechas a los grandes de la salsa que aparecían en periódicos, para que armaran un archivo. De lo que siempre se lamentaba Edgar era de no haber podido entrevistar a Héctor Lavoe, que dos meses antes había estado aquí, en Medellín.

***

Aquellos años, aquellos baresSalíamos de la universidad por la puerta peatonal y remontábamos Barranquilla, sin prisa, para atravesar Prado Centro. Otras veces nos metíamos por Carabobo y caíamos a Juan del Corral, una calle tranquila, agradable, por la que se podía caminar, no la olla que es hoy, llena de vendedores ambulantes, indigentes y ventorrillos de toda clase. Siempre llegábamos a las gradas de la Catedral Metropolitana a ver caer la tarde. Fernando Arroyabe sacaba su bloc y todos los personajes del Centro: indigentes, vendedores, locos, y hasta policías que se mantenían siempre en los mismos lugares, aparecían como en un álbum de caricaturas. Entre risas reconocíamos al vendedor de lotería, al pedazo de tronco que se hacía en Junín, a la muchacha que trabajaba en una cafetería y a nosotros mismos sentados en las gradas de la catedral. Alguien sacaba de la mochila una botella de ron y nos la íbamos pasando y ese momento que estaba viviendo era como si lo estuviera recordando, porque lo había vivido en un poema de Octavio Paz en el que había unas gradas y jóvenes haciendo lo mismo que nosotros: apurando, a pequeños sorbos, el vino de la juventud.

A esa hora en que las cosas empiezan a desdibujarse (lo que llaman el crepúsculo) llegábamos a El Suave, un garaje ubicado en la carrera Bolívar, cerca de Residencias Aruba. Tenía una pequeña pista de baile que se llenaba con cuatro parejas y si ponían un tema como El carretero o algo de Richie Ray la gente rodaba un poco la silla y se tiraba sus pases. No importaba que no supieras bailar, solo tenías que moverte un poco. Iban obreros, secretarias y muchos estudiantes. Afuera había tanta gente como adentro, en grupitos, pasándose la botella de ron, demorando la cerveza, haciendo vaca para la otra media. Muchachas que uno veía a diario en la universidad, bellas, desaliñadas, estaban ahora sentadas en la acera de enfrente, buscando en sus mochilas algún billete arrugado para prolongar un poco más la noche que apenas estaba empezando, armando la vaca entre ellas y tomando a pico de botella pequeños sorbitos de brandy. Era como estar fuera de la caseta en los días de San Cayetano, solo que aquí, mientras sonaba la música, hablábamos de René Char, de Rimbaud, de Gérard de Nerval, y nadie pedía baratos porque todo el mundo bailaba con todo el mundo. La gente que estaba adentro salía a saludar a los amigos que estaban afuera y viceversa.

Un día encontramos a Edgar, a quien ni Ricardo ni Jairo ni Fernando conocían. Estaba con una mujer de unos 47 años, cerca de la entrada, en un rinconcito. “¡Nojoda vale!”, exclamó, abriendo los brazos. Nos invitó a su mesa. La mujer, según me enteré después, era contadora y estaba enamoradísima de Edgar, quería vivir con él, mantenerlo, pero el hombre se hacía el difícil, aunque le daba sus buenas sacudidas. Había empezado a sonar Hola soledad, de Rolando Laserie y Edgar me dijo al oído, muerto de la risa: “Voy a sacar a bailar a Antonia y en la mitad me pides un barato”. No fue necesario, Jairo se adelantó. La acinturó desde el principio y le soplaba cosas al oído, la mujer sonreía con los ojos cerrados. Mientras tanto Edgar y Ricardo hablaban de Nietzsche, de la esta, de lo dionisiaco, y Fernando y yo nos reíamos viendo cómo Jairo amacizaba a Antonia, soplándole al oído algún verso de San Juan de la Cruz: “Entremos más adentro en la espesura”.

Bahía y el Oro de Múnich quedaban en Zea, entre Carabobo y Juan del Corral. En medio de los dos bares había una sede del partido comunista y algunos militantes se tiraban sus pases, bien en el Oro, bien en la Bahía. También iban los poetas surrealistas, que en sus inicios militaron en el Partido pero se fueron volviendo surrealistas de a poquito, y a medida que incursionaron en la escritura automática cambiaron también su forma de vestir. Ahora lucían largas bufandas, boinas y sombreros y estaban siempre acompañados de muchachas que uno no sabía si practicaban la escritura automática o eran simples musas que los acompañaban en la ardua tarea de adentrarse en el escabroso mundo del inconsciente.

Salimos de El Suave para la Bahía, Antonia de gancho con Edgar, y nosotros turnándonos entre ellos. “A esa catana se ve que le gustan los muchachos”, dijo Jairo, “y todavía aguanta”. La calle estaba llena, unos de pie, otros sentados en la acera. El Oro no estaba tan lleno y nos ubicamos a la entrada. En una de las mesas, cerca de la barra, estaban los filósofos, y en el rincón, al lado de la ventana, los poetas surrealistas. Se les veía felices, quizá planeando la publicación del próximo número de la revista donde sacaban textos, pinturas y dibujos surrealistas, y, donde una vez, creo, publicaron El perro sin plumas, de Joao Cabral de Melo Neto, un poema que, a pesar de ser surrealista, entendí desde el principio porque era como si lo estuviera viviendo. Desde hacía rato sonaba Oriente, de Henry Fiol, y los de afuera, recostados en la pared del café Brasil, cantaban y se pasaban baretos, medias de ron, y bailaban, solos o con algunas de las muchachas que hacía poco estaban en El Suave.

Inclinándome un poco podía ver parte de la calle, hasta Juan del Corral. Venía con una túnica blanca, con los cabellos crespos alborotados, moviendo las poderosas nalgas, saludando con voz oleosa, exageradamente sensual. Algunos pretendían retenerla, pero ella avanzaba firme, segura. Nos saludó a todos con un beso en la mejilla. Se inclinó para besar a los poetas surrealistas y uno de los filósofos la amacizó un poco pero ella sabía para dónde iba. El hombre estaba en una de las mesas, junto a la puerta que daba con Carabobo. Se besaron, bailaron lo que quedaba de Oriente y salieron. En la gran llanura africana los leones habían sido rechazados, solo uno había sido elegido. Me sentí caminando por el interior de El perro sin plumas. Edgar me preguntó, suavecito, para que no lo oyera Antonia, “Nojoda, ¿y esa vieja quién es?”. Es Afrodita, dije.

Cuando nos echaban del Oro y la Bahía nos íbamos para El Chiguán, en la avenida Primero de mayo, un bar que cerraba como a las dos de la mañana, o para Brisas de Costa Rica, en Palacé. Dos Atlas custodiaban la entrada de El Chiguán. A diferencia de El Suave, el Oro y la Bahía aquí había portero, una pista de baile grande y, si la memoria no me falla, una luz tenue que favorecía cierta intimidad. Era el sitio de los obstinados, de los que querían seguir la rumba. Estuvimos esa noche con Edgar y con Antonia, que estaba bastante borracha y bailaba con todos al mismo tiempo.

***

Si dejabas de ver a alguien por un tiempo, lo más probable era que estuviera haciendo autoestop. Aún no habían aparecido los paramilitares y las carreteras eran seguras, los mafiosos estaban ocupados llevando coca a Estados Unidos, sin mayores contratiempos, y de lo que se hablaba era de sus excentricidades. Jairo, Ricardo, Fernando y yo habíamos hecho autoestop. Edgar, y en general todos los de la costa, vivían asombrados de lo lejos que se podía llegar sin un peso. Un día me dijo: “Nojoda vale, vámonos para Pasto”. Y nos fuimos. El plan era descansar en Roldanillo, luego en Cali y de allí seguir derecho hacia Pasto. La víspera nos emborrachamos con Antonia y terminamos en Brisas de Costa Rica. Ahí encontramos a Aníbal, un personaje que asistía a las clases de filosofía, amigo de Ricardo, y al que Edgar seguramente veía a diario en la universidad. Nos recibió con su sonrisa amplia y su voz finita y nos invitó a entrar como si ese fuera el negocio del papá, del tío, o del hermano. Ya andábamos un poco ebrios y Aníbal nos preguntó qué queríamos escuchar. Le dije que si pedía un tema de Ray Barretto, El negro y Ray. Se le iluminaron los ojos. Sonaba algo del Gran Combo, casi en las notas finales, y la mesera que trajo el servicio preguntó: “¿Por qué cuatro cervezas si ustedes son tres?”. Señalé a Aníbal que estaba en la barra. “Ese solo toma Coca-Cola”, dijo la muchacha.

Fue realmente apoteósico, un Big Bang, como si una energía descomunal, atrapada en la nada que era Aníbal todos los días, se liberara, se expandiera. En momentos parecía planear como un ave, como si atendiera más al violín que se ocultaba detrás de la trompeta, pero si lo mirabas bien, era un tornado. Edgar, al principio con una risita como de burla, tenía los ojos aguados. Toda la gente que estaba en el bar, incluidas las meseras, estaban en trance. Y de pronto irrumpieron los timbales y todo Aníbal fue huracán y ave y tornado. Sacó un pañuelo que en otros tiempos pudo haber sido blanco y ahora tenía el color indefinido que van dejando los años. Se limpió la frente, guardó el pañuelo en el bolsillo de atrás del pantalón como si sus extremidades superiores estuvieran totalmente desligadas de las inferiores, sonrió con su sonrisa amplia y se entregó a la música. Estábamos asistiendo a su desintegración.

Dormimos en el apartamento de Antonia y a las nueve de la mañana, desde el municipio de Caldas, empezamos a hacer autoestop. Un camión nos arrimó hasta Riosucio. Estábamos medio borrachos, medio hambrientos, medio sucios. Almorzamos a mitad de precio en un restaurante al borde de la carretera y caminamos un buen rato hablando de Aníbal, de Nietzsche, de lo dionisiaco, tomando sorbitos de ron. “¡Nojoda que man pa bailar!”, dijo Edgar, exultante. Le conté que Aníbal arreglaba motos, pero que ahora solo asistía a las clases de filosofía, que admiraba a Platón, a Sócrates y a Alberto Restrepo. Tenía un cuaderno sucio lleno de poemas extraños que él llamaba haikus y le leí uno de memoria: “Solloza y canta en el abismo de una niña / y olvida que solloza y canta”.

Aquellos años, aquellos baresOtro camión nos dejó en Anserma, borrachos, hambrientos y con más ganas de seguir bebiendo. Dormimos en un parque, abrazados a nuestros morrales, y, como a la una de la mañana, nos despertamos y seguimos haciendo autoestop. Amanecimos en Manizales y tres días después llegamos a Cali, a la casa de Henry Manyoma, en el barrio El Troncal, sucios, con resaca. Nos bañamos, dormimos, y la mamá de Henry, para quien estábamos completamente locos, nos lavó la ropa. “¿Esos muchachos es que no tienen mamá que andan por ahí, sin bañarse y con la ropa sucia?”, oímos que le preguntaba a Henry mientras nosotros nos desperezábamos. “No parecen universitarios”. Edgar se rio, con esa risa suya, como si le hubieran acabado de contar un chiste muy gracioso. En el comedor, mientras desayunábamos, y para apaciguar un poco los recelos con que nos miraba, le preguntamos por su hijo Wilson, el cantante. “Está en Nueva York grabando, ese se mantiene viajando”. Había un cuadro grande en la sala en el que aparecía Wilson Saoko con un gorrito y una camisa brillante. Henry era un muchacho delgado, moderado, muy distinto de los otros integrantes del grupo Benny Moré. Estudiaba algo en la Universidad del Valle y la mayor parte del tiempo se dedicaba a investigar sobre la música. Parece que hoy tiene un programa en una emisora de Cali en el que rescata canciones que ya no suenan, pero que son verdaderas joyas musicales. Nos llevó a Juanchito, un sitio que ahora recuerdo lleno de casetas, muchas casetas, donde la música venía de todas partes. Nos invitó a una cerveza y eso nos dejó aburridos, porque lo que queríamos era tomar, emborracharnos, vivir en el mundo dionisiaco del que hablaba Edgar.

Al día siguiente salimos muy temprano hacia Popayán. La mamá de Henry nos aconsejó, nos dijo que dejáramos de estar por ahí de un sitio a otro sin bañarnos y con la ropa sucia, que nosotros éramos unos buenos muchachos. Antes de encontrar la vía Panamericana compramos una botella de ron. Sabía tan bueno que hoy, tantos años después, vuelvo a sentir el fogaje en la garganta y la exultación que nos acompañó durante todo el viaje. La carretera era plana y se podía apreciar el verde en todas sus tonalidades, el valle en su esplendor, y, al fondo, las montañas azules. Podíamos estar horas sin hablar, cada uno metido en sus pensamientos. “Era delicioso tener veintiún años esa mañana, el mundo entero hacía eco a la danza de mi tambor”, escribió alguna vez Thomas Merton.

***

Más o menos desde 1984 dejé de frecuentar los bares. Ahora iban sicarios, gente acostumbrada a matar por cualquier cosa, por un tropezón, por una mirada. En la esquina entre Zea y Juan del Corral mataron a un estudiante de educación física al que apodaban Ban Ban. Un amigo tuvo una discusión con un tipo frente a La Bahía y Ban Ban, haciendo alarde de su fuerza, cogió al tipo de la camisa y lo levantó, como en las películas. Tal vez le dijo que se calmara y el tipo, con los pies nuevamente en la tierra, lo insultó. “Gonorrea hijueputa, me las vas a pagar”. A los días cobró su deuda, en la esquina, cuando Ban Ban iba a tomarse sus cervezas y a escuchar un poco de música. Siempre disparaban a la cabeza.

Del garaje que antes fue El Suave no quedó nada. Por un tiempo estuvo en La Paz y ahora está en la calle Colombia, cerca del Éxito. Donde antes estuvieron la Bahía y el Oro hay negocios de motos. Brisas de Costa Rica, y los demás bares de Palacé, también desaparecieron por completo. Hoy hay negocios de peletería donde sonó la música, donde una noche Aníbal fue ave, tornado y huracán. Las bellas muchachas que se sentaban en la acera deben ser hoy señoras cincuentonas y Afrodita...

 

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