Mi casa, su casa, nuestra memoria
Anamaría Bedoya Builes
Museo Casa de la Memoria

Una frase de María Isabel cubre mi torso: “Ese cielo no me ha abandonado jamás. Tampoco he perdido el vuelo de su palabra, ni siquiera en el preciso instante de irse, de ser asesinado”. Las palabras se esfuman, en cambio queda un rostro cansado, unas ojeras profundas. No la conozco a ella ni a Rubiela ni a Amanda, pero las leo y pienso en manos pequeñas fuertes ajadas que hacen un hueco en la tierra para sembrar albahaca, pienso en un regazo tibio, en una falda de algodón que cobija el desamparo.

Acabo de entrar en el Museo Casa de la Memoria, casa de puertas abiertas que a lo lejos parece la oscura pupa de una oruga recostada junto a la quebrada Santa Elena, en el lugar donde antes hubo un pedazo de ese tradicional barrio obrero, La Toma, que también reclama y merece un lugar en este espacio que quiere ser memoria viva más que un cúmulo de recuerdos.

Lo primero es verse así mismo, cuando uno busca el rostro del otro. El espejo llega hasta al techo y de él surgen frases que narran ausencias: la del solar donde reinaba un palo de mango, la de las gallinas picoteando el suelo, la de un loro llamado Roberto. Añoranzas trazadas en una caligrafía aguda, ladeada, en mayúscula sostenida: extraña el jardín de esplendorosas hortensias, dalias, auroras, cartuchos, aguacates, naranjos, limones. La última línea cae como arbusto desplomado en el suelo: “Los niños me decían que les parecía una pesadilla dejar la casa, dejarlo todo”.

A la derecha, tras cruzar el umbral, un paisaje en movimiento: veo a Briceño, a un campesino arando la tierra, veo la mujer que debe ser su esposa abriendo zanjas con el pesado azadón; los espartillos de la ladera mecidos por el viento y a una vaca gorda y solitaria pastando. Veo a Argelia, a una familia conformada por adultos y niños cruzando a zancadas sobre las piedras redondas de una quebrada. Veo a Sonsón, a sus viejas casonas de fachadas estucadas, a la calle empedrada y los perros flacos monos que pasan junto a dos campesinos envueltos en ruanas. Veo a Necoclí, el mar, con el agua a los pies un padre y su hijo pequeño, a la espalda un costal lleno de almejas; veo al fondo el horizonte, un lienzo de brumas. Veo a Medellín, un valle rebosante de casitas hechas a la carrera, a la ciudad misma la veo como una sola casa donde manda una mamá que dice: donde comen tres comen veinte.

“Es la visión de la diversidad de Antioquia. Es la riqueza de la tierra que ha sido y sigue siendo explotada, disputada por distintos grupos armados, lo que nos ha dejado una profunda desigualdad social”, explica Melissa, rostro limpio y ojos apacibles, al grupo que conduce por la sala central. Estudiante de filosofía, contó antes de que iniciara el recorrido, que ha encontrado en este sitio una manera de llevar a la práctica ese conocimiento que a veces le parece abstracto e indigerible. Melissa y Alejandro, el otro guía, un chico alto con un arete plateado en la nariz, acompañan al grupo con el que recorro la sala, mujeres entre los quince y cuarenta años. No nos conocemos y ya caminamos cerca la una de la otra. Una de ellas dice, apenas empezando, “qué nostalgia”.

“Medellín, memorias de violencia y resistencia es lo que vamos a ver acá. La idea es que nos preguntemos cómo empezamos a transformar esa realidad, desde acciones sencillas como escuchar al otro”, continúa Melissa. Una vez, cuenta Alejandro, un hombre indígena le dijo: “Yo mismo soy mi territorio”. Lo cita y hace el mismo gesto que entonces el hombre hizo, con su mano dibuja una línea desde su ombligo al pecho, “por acá pasa el río Cauca”.

Museo Casa de la Memoria

Melissa se detiene junto a la pared donde se exhibe un vocabulario hecho por niños que participaron en un taller con el poeta Javier Naranjo. Niños que ahora deben tener la edad de ella. En mi libreta anoto algunas: “Familia: la gente toda, toda, toda. Jorge Alejandro. 5 años”. “Muerte: la muerte es apagarse. David I. 10 años”. “Paz: el fruto de la tierra que todavía sobrevive. Sandra Milena. 11 años”. “Mafioso: persona con mucha plata a la que no le gusta nada. Luis Fernando. 10 años”. “Guerra: es estar la vida desordenada. Eliana. 8 años”. “Dinero: es una bobada. Juliana Candelaria. 8 años”. Las mujeres se ríen, nos reímos, “esa es la mejor”, opina una sobre esa última frase. “Ahora, vamos a navegar por la sala”, avisa Alejandro.

La sala es amplia y en sus paredes, por todas partes, hay contenidos interactivos, crudos, profundos, complejos; no bastará una visita para abordarlo todo, este piso tan basto quedará inconcluso, me digo; además, falta el primer y el tercer piso. Es una casa en la que, una vez adentro, uno sabe que volverá porque falta mucho por ser escuchado. En el centro hay dispuestas unas estructuras, como mesas, que evocan la forma de esos antiguos y pequeños visores por los que uno veía negativos fotográficos.

Otros visitantes también recorren la sala, la mayoría son extranjeros. Hombres y mujeres rubios, pieles blancas bronceadas. Se inclinan para mirar una bandeja de peltre con fotos de líderes sociales y políticos asesinados. Ven el rostro de Gaitán, el de Galán, el de Héctor Abad. Examinan los detalles de las fichas dispuestas en círculo, dentro del acrílico observan los dibujos de casitas con jardines, con ventanas, con ropa colgada en el balcón; ven personajes a pie, obreros, amas de casa, estudiantes. Algunas de las fichas están desmoronadas.

Una mujer con acento extranjero dice: Gabriel García Márquez, como si nombrara a un viejo conocido que le devuelve la confianza. Entonces, le lee a su compañero: “En la noche, después del toque de queda, derribaban la puerta a culetazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso…”. Su voz se corta, al instante reanuda la lectura en voz aún más baja: “Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas que desbordaban la oficina de los comandantes en búsqueda de noticias…”.

Una abuela menuda y solitaria recorre la exposición con un periódico enrollado bajo el brazo, se queda largo rato, alelada, mirando una pantalla donde varias manos con puñados de tierra se juntan para hacer figuritas: una montaña, una nube, una familia. Las manos deshacen pronto las imágenes y se esconden llevándose la tierra.

Dos muchachas, también extranjeras, interactúan con las pantallas táctiles de la cronología. Hechos noticiosos resumidos en breves palabras. La línea del tiempo se despliega desde la guerra bipartidista de la década del cincuenta, siglo XX, hasta el año 2013. Tocan las fotos para ampliar la información, se interesan por el Frente Nacional, pasan luego a la fundación de las Farc, a la victoria de Misael Pastrana sobre Rojas Pinilla, a la desaparición forzada de Omaira Montoya. Una de ellas se precipita sobre la imagen de Pablo Escobar, y entonces la cronología se vuelve más densa, cargada de fotos y datos. Mueven sus dedos con más prisa, recorren titulares de masacres, atentados y escándalos políticos. Se miran, agotadas y sin aliento, abandonan la pantalla en el comienzo del siglo, en una foto que registró el Proceso de Ralito.

El grupo de mujeres vuelve a reunirse, los extranjeros también se unen para escuchar lo que dice el guía parado junto a unos cubos móviles con fotos en cada una de sus caras, fotos de cuatro fotógrafos que han documentado, en los últimos años, la historia del conflicto. Vemos una imagen a blanco y negro, es el templo de la Iglesia de Bellavista, en Bojayá, destruida. Jesús Abad Colorado, cuenta, la tomó cuatro días después de que un cilindro de gas atravesara el techo, estallando adentro donde más de cien personas se refugiaron de los enfrentamientos entre guerrilleros y paramilitares. “It happened in May of 2002, 79 people were killed, the guerrilla said it had been a mistake, that the cylinder deviated and fell in the church of Bellavista”, les explica una de las visitantes a los extranjeros.

Museo Casa de la Memoria

Dos días antes de hacer este recorrido, Alejandra Cardona, profesional especializada del equipo educativo, me contó lo que pasó la primera vez que excombatientes visitaron el museo, cuando veían las fotos “uno de ellos no aguantó y salió a vomitar. Él me decía, ‘es que yo tengo muchos recuerdos. Es que yo nunca dimensioné lo que hacía, solo seguía órdenes, pero nunca me di cuenta de que había hecho tanto daño’. Otro chico señaló a uno de los del equipo del museo y dijo, ‘es que yo podría estar sentado donde está usted’. Fueron compañeros de la universidad. ‘Yo dejé los libros por otros caminos’. Son justo esos los momentos en los que las personas logran ponerse en el lugar del otro”.

Esta es una casa-museo que a nadie niega su entrada, me dijo Alejandra. Para muchos victimarios que han recorrido sus salas venir acá ha sido como ver por primera vez lo que vivieron en carne propia. También hubo uno que le dijo, “es que acá hay gente que no es víctima, que matamos por guerrilleros”. Ella le preguntó si él tenía madre, si la madre lo quería y cómo reaccionaría si a él le pasara algo malo. “Se pondría triste”. “A la madre no le interesa si su hijo era o no guerrillero y ese es el dolor de madre que nosotros estamos visibilizando acá”. Se quedó callado.

Callados continuamos el recorrido. Nos internamos en un cuarto oscuro, cual si estuviéramos en medio de la materia oscura en la que flota la tierra. Los ojos se acomodan a la falta de luz, pronto nos vemos en medio de las estrellas que van apareciendo y despareciendo a nuestro alrededor, sobre nuestras cabezas. Entre las lucecitas plateadas surgen retratos a color que se desvanecen y aparecen de nuevo a blanco y negro, resaltando en color la víctima que murió en la guerra. Al fondo se oye un piano infantil, detrás de susurros y voces de niños. Esa tonada la he escuchado antes, pienso, y de pronto, por inercia, los labios se despegan y me escucho siguiendo la melodía: “estrellita dónde estás / en el cielo o en el mar…”.

Salgo del lugar como una ola que busca la playa, por un corredor iluminado y con un mural grande en esténcil, es una muchedumbre que parece reunida por la misma causa, entre ellos reconozco rostros de resistencia, algunos de ellos ya no están vivos. Escucho atrás el cuchicheo de las mujeres diciéndoles a los guías: “Uno siente que es la familia de uno”, “a mí se me removieron las entrañas”, “a uno como no le ha tocado vivir eso”. Cuando llegamos a la salida, nos despedimos con afecto, no somos más unas desconocidas; aunque cada una tomará su rumbo, ahora nos une la memoria.

Veo los árboles contra un cielo azul intenso sin nubes. Camino con la casa-museo a mi espalda, en la fachada del edificio una niña mira el cielo, en sus manos sostiene el mundo. Paso junto a unos conos metálicos y de repente oigo una mujer que habla por altavoz, como si se dirigiera a mí y a los que pasean sus perros en el Parque Bicentenario y a los muchachos que practican malabares y a los bachilleres policías que dan un ronda y al reciclador con su costal a cuestas y al jíbaro que acecha sus clientes y a la parejita que en una jardinera se abraza; la oigo decir:
“Eran las seis y media de la mañana del sábado 16 de febrero cuando mi hijo se bajó de un taxi. Casi no lo reconozco, estaba supremamente delgado y pálido, y tenía los huesos de la cadera pelados, casi en carne viva, pero estaba vivo, gracias a Dios…”, no veo su rostro pero mis pies se detienen atendiendo a su voz de mamá, la voz sale de uno de esos conos. No sé cuál es su nombre pero imagino sus manos tibias removiendo con una pala el rescoldo de un fogón de leña. Aguzo el oído; mientras escucho miro hacia las jardineras repletas de diminutas flores sobre las que revolotean mariposas de todos los colores.


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