Rejas y palacetes
Reinaldo Spitaletta

Rejas y palacetes

Introito con palacete

—¿En qué casa, a la entrada, sobre unas escaleras de mármol, hay un león blanco?
—¿Y en cuál hay una placa con inscripciones en árabe?
—¿Sabés cuál mansión de la ciudad tiene forma de barco, como si fuera un vapor de los que antes navegaban, entre manatíes y caimanes, por el río Grande de la Magdalena?
—A que no encontrás la casa que tiene un aldabón con la figura de un diablo sonriente.
—¿Sabés cuál fachada fue premiada en los años veinte como la más bella de Medellín?
—¿Cuál palacete de esta villa tuvo en su interior la réplica de un busto de Nefertiti?

Así, con preguntas crípticas, se podría dar pistas de la casa de los masones, y la de la señora polaca ojiverde que lloraba a veces por los niños rotos de una guerra lejana, y la del italiano que cantaba canzonettas de nostalgia y tenía una fábrica de juguetes y mangueras en otro lugar de la ciudad; o del castillete medieval que habitó la familia Mora, o aquella otra de techo a lo chalet suizo como si por estos lares cayera nieve, o la enorme residencia con piscina en la que hace años las candidatas a Señorita Antioquia desfilaban para mostrar sus atributos.

Y el juego puede continuar. Por aquella calle hubo una suerte de gueto judío ruso-rumano-polaco en el que se escuchaba hablar en ídish mezclado con paisa y ladino. Por aquella otra, sembrada de cascos de vaca y cadmios, vivió el señor Arango, fundador de Argos, y más allá, Jorge Ospina, creador de la Cervecería Unión. Y si volteás por aquella esquina, te topás con la que fue vivienda del doctor Rojas, el mismo del Confortativo Salomón, del que hubo avisos enormes en Guayaquil.

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Por Balcázar, que ahora le dicen Belalcázar porque las calles truecan sus nombres según los usos de la gente, hubo una barra de muchachos que se peinaban como Los Beatles y se contaban historias de mosqueteros y otros folletines. Y por casi todas estas calles florecidas, que de noche perfuman los jazmines con vientos que bajan del Pan de Azúcar, se movieron unas señoras que bajaban del oriente con turbantes en la cabeza y buscaban trabajo de lavanderas y se parchaban en la tienda Puerto Ecuador, en el cruce con Urabá.

Por Balboa hubo otra barra célebre de pelados roqueros, de los go-go y ye-ye de los sesenta, que se juntaba en amplios antejardines y sótanos con aire de misterio. Y en una esquina, la de la calle Jorge Robledo, hay un caserón que fue de doña Luz Castro de Gutiérrez, luego pasó a ser del caballista Fabio Ochoa, y ahora es de una actriz famosa de la ciudad. Diagonal está la Clínica del Prado, y ahí sí ya vamos presentando el barrio, para muchos el más bello de Medellín, como lo soñó su creador, Ricardo Olano, hombre cívico nacido en Yolombó, comerciante y miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas.

Tal vez los más frondosos curazaos de la Villa sirven de techumbre a la iglesia del Espíritu Santo, que diseñó Nel Rodríguez, donde antes estuvo la primera casa que se construyó en este barrio de flores eternas: la de Joaquín Cano.
—¿Sabés cuál fue la casa donde vivió Fernando Botero?
—¿Y la del presidente Carlos E. Restrepo?
—¿Y la del pintor Saturnino Ramírez?
—¿Y la de una de las mujeres más bellas de Colombia: Doris Gil Santamaría?

Sobre la fundación del barrio

En 1907, Juan E. Olano, Enrique Moreno y Ricardo Olano compraron a Manuel J. Álvarez Carrasquilla (‘Majalc’) un terreno de “más de cien mil varas” situado en el Barrio Norte, entre las carreras Bolívar y Venezuela. Más tarde, Ricardo vendió su parte a Stenthal y Cía. y heredó la de su padre. El 6 de marzo de 1926, en la Notaría Cuarta de Medellín, la mencionada compañía y los señores Olano y Moreno hicieron un contrato con Joaquín Cano para urbanizar los terrenos, en los que antes estuvo la finca La Polka.

Lo primero que definieron los urbanizadores fue por cuál calle se accedería al nuevo barrio. Bolívar (también conocida como El Llano) no fue elegida porque tenía mala reputación. En cambio, arreglaron Palacé desde Echeverri hasta Darién para que se convirtiera en la entrada principal al que bautizarían El Prado, por influencia del que ya existía en Barranquilla. Olano y sus socios pensaron el barrio bajo el concepto de “ciudad-jardín”, una idea de los urbanistas europeos a comienzos del siglo XX. Cano construyó la primera residencia en la esquina de Palacé con Darién, en un terreno que compró a 1,50 pesos la vara cuadrada.

Luego, la Compañía del Prado, como llamaron a la urbanizadora, vendió lotes en Palacé, por 3,50 pesos la vara cuadrada, a Óscar Duperly, Helena Cano y hermanas, Guillermo Jaramillo Villa, Enrique Toro V., Gabriel Jaramillo P., Luciano Arias, Luis Alfonso Correa, Tulio Medina, Germán Sáenz, Nicanor Restrepo Giraldo y Lisandro Ochoa, quienes construyeron, según contó Ricardo Olano en sus memorias, “muy buenas casas”. Luego vendieron lotes en Balcázar y Balboa, pero en 1929, durante la Gran Depresión, la construcción de El Prado se paralizó.

El barrio se pensó y diseñó para la élite de Medellín: comerciantes, banqueros, cafeteros e industriales erigieron mansiones de arquitecturas eclécticas, republicanas, algunas copiadas de Inglaterra, Francia, Suiza y Estados Unidos. El poder económico se evidenció en las fachadas de ensueño y, desde luego, en la amplitud de los caserones. El eje fue Palacé, pero en Balboa y Venezuela se levantaron otros palacetes. Las carreras Neiva y Popayán ampliaron la barriada hacia el occidente, mientras al oriente, por Ecuador, se construían nuevas residencias.

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Al norte, el barrio tenía una frontera: la calle Jorge Robledo (la 65). Manizales (la 66) hacía parte del barrio Pérez Triana, que iba hasta el Cementerio de San Pedro y a partir de la década del cuarenta tomaría el nombre de Lovaina, el barrio insigne de las putas de la época.

Ricardo Olano planeó El Prado como una expresión del “buen gusto” burgués, con calles anchas (de dieciséis metros), antejardines e hileras de árboles y plantas florecidas para las aves cantoras. Por las carreras Olano sembró guayacanes amarillos, y por las calles guayacanes rosados y cadmios, estos últimos con el fin de que perfumaran la zona con los vientos procedentes del cerro Pan de Azúcar. También sembró pimientos y carboneros, pero los árboles que se tornarían en distintivos del sector serían el casco de vaca y el guayacán.

La élite de Medellín, que vivió antes en casaquintas tupidas de enredaderas y con enormes antejardines a orillas de la quebrada Santa Elena y luego en Villanueva, se mudó al nuevo barrio atendiendo a los llamados de la moda y la utilidad, o, como dirían otros, al esnobismo paisa. “Era el nuevo rico que venía a introducir inadecuados estilos ingleses, suizos, nórdicos, en una ciudad española y tropical”, dice el narrador de la novela Una mujer de cuatro en conducta, de Jaime Sanín Echeverri.

El barrio, pavimentado con macadam, con prados laterales y cordones de cemento, se convirtió en el más diferente de la ciudad. Su hermosa arborización, su variedad de estilos, sus viviendas como para no salir nunca de ellas y llevar una vida interior, casi monacal, lo postularon como una suerte de oasis.

A las torres y almenas, a los rosetones y cornisas, a las ondulaciones y curvas, a los portones gigantes en forma de arco, al rompimiento con lo rectangular, a las esquinas en ochava, se sumó el estilo variopinto del llamado Palacio Egipcio, en Sucre con Cuba, diseñado por Nel Rodríguez para el optómetra y astrónomo Fernando Estrada. Tal vez sea la construcción más extraña del sector. Edificado a la manera de los palacetes de Luxor (ciudad egipcia que se levanta sobre las ruinas de Tebas), su dueño, amante de la cultura y la historia de los faraones, lo bautizó como el Palacio Ineni, “princesa hereditaria de noble familia”. Uno de los jeroglíficos advierte que la construcción se hizo “en honor de los faraones de Egipto que con sus obras crearon dioses”. Columnas de granito rosado que representan papiros sin abrir, pictogramas, jeroglíficos y un observatorio acogían las reuniones de masonería en sus cuartos altos, salones que rodeaban patios centrales. El fundador de la Óptica Santa Lucía tenía, sin duda, un curioso prisma arquitectónico. Hoy, abandonado, venido a menos, el Palacio Egipcio espera que los fantasmas de los faraones lo rescaten de su decadencia.

En El Prado comenzó la modernidad arquitectónica de la ciudad. Su planeación perfecta, su iluminación con faroles eléctricos y sus paisajes de exuberancia lo entronizaron como “el sueño hecho barrio”. En su libro Cosas viejas de la Villa de la Candelaria, publicado en 1948, Lisandro Ochoa dijo de él: “Lo mejor será que quien no conozca el barrio Prado se dé un paseíto por ese lugar, en una tarde de verano o en una noche de luna, para que vea primores. Quienes habitan El Prado encuentran comodidad, aire, luz e higiene”.

Cambios y permanencias

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Prado es barrio de casas de dos y tres niveles, buhardillas y patios, enchapes de madera. Hay piedra bogotana, mármol y granito. Hay cebaderos de pájaros (unas veinticinco especies, entre ellas migratorios de Norteamérica, carpinteros, mayos, colibríes, azulejos) y loros que se hospedan en los cascos de vaca. Hay guayacanes que con sus dos o tres floraciones al año le otorgan un toque de poesía y color.

Cuando en los años sesenta la clase alta empezó a irse a Laureles y El Poblado, el barrio dejó de tener una geografía exclusiva para la vivienda. Al paisaje del viejo barrio se sumaron unos veintidós conventos católicos como el de las Siervas de María, el más importante y antiguo, además de hogares geriátricos, sedes culturales, la casa del alcalde (dedicada ahora a una dependencia municipal) y la del obispo (que ya no vive ahí), organizaciones no gubernamentales, iglesias de los Testigos de Jehová y de la Luz del Mundo, clínicas, centros de rehabilitación de drogadictos, agremiaciones médicas, teatros, inquilinatos y, sobre todo por la calle Cuba, hoteluchos y salas de masajes eróticos.

Prado, que pertenece a la Comuna 10 y desde hace unos treinta años se conoce como Prado Centro, es el de las calles empinadas, las rejas de hierro forjado, las claraboyas y los vitrales. Sus límites se han ido corriendo: hoy va desde la carrera San Martín hasta Neiva, y desde Echeverri y la Oriental hasta Jorge Robledo. Todas sus calles conservan los nombres: Urabá, Cedeño, Sucre, Santa Marta, Miranda, Moore, y en todas ellas hay edificaciones patrimoniales, casas abandonadas, soledades en las esquinas.

Pese a la pérdida de su antiguo esplendor, el barrio sigue atrayendo por sus jardines y árboles, sus construcciones y sus balaustradas, parte importante de la memoria y el patrimonio de Medellín. Y así como el visitante se puede encontrar con el Serpentario o el Instituto de Enfermedades Tropicales de la Universidad de Antioquia, también puede toparse con decenas de asilos o viejos de otros vecindarios que llegan a ver la particular luz del sector y a sentir el aroma de la vegetación. Uno de esos asilos, Senderos de Luz, está ubicado donde antes quedaba la sede del Opus Dei, en la esquina de Palacé con Urabá. Al otro lado está la Asociación Médica de Antioquia, en la casa con forma de barco que perteneció a la familia Cohen.

Prado, un barrio sin parque, todo él es un parque, aunque tiene una plazoleta, la Ricardo Olano, en Venezuela con Jorge Robledo, donde hay una ceiba centenaria. Y donde antes quedaba la flota de taxis Andaluz, hay otra iglesia católica, la de Los Doce Apóstoles, también diseñada por Nel Rodríguez. Hoy es un barrio corporativo, con talleres de ebanistería, zapaterías, sastrerías y almacenes de ropa.

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La decadencia del sector, que une el Centro con los barrios altos (Santo Domingo Savio, Manrique Oriental, San Blas, Guadalupe…), provino no solo de la “huida” de los ricos sino también de los cambios en el uso del suelo: de ser exclusivamente residencial, pasó a llenarse de sedes y oficinas, y algunas de sus mansiones se transformaron en casas de banquetes. La construcción de la Avenida Oriental en los setenta, por ejemplo, cercenó a Prado y lo aisló del Parque Bolívar y la Catedral Metropolitana.

Sin embargo, en 2004 Prado tuvo un aire de renovación, cuando fue elegido alcalde Sergio Fajardo, que entre sus promesas electorales incluyó la de irse a vivir a Prado, a la casa que el municipio había comprado para el efecto en 1990, y que antes había sido de la familia Mora. Un año después, tras los arreglos pertinentes, Fajardo y su familia se mudaron al barrio. El alcalde apoyó la recuperación, la siembra de nuevos árboles, el arreglo de calles y la concepción del Plan Especial de Protección Patrimonial y del Plan Parcial de Prado.

Prado, con cerca de 400 casas de interés arquitectónico, es el único barrio de Medellín declarado patrimonio cultural e histórico, aunque para muchos de sus dueños y habitantes (unos doce mil) no es suficiente con los alivios en el impuesto predial. Lo que sí hizo la declaratoria fue prohibir la alteración de las fachadas y la construcción de edificios en el polígono dedicado a la preservación, gran avance en una ciudad cuya tendencia ha sido borrar el pasado para crecer verticalmente.

Inquilinatos e instituciones culturales

Hoy, los habitantes de Prado son de clase media, y hay alguna población flotante, sobre todo en los inquilinatos. De día abundan trabajadores, pacientes de clínicas y hospitales, caminantes, enfermeras y oficinistas, y las líneas de buses de barrios adyacentes lo atraviesan por Sucre, Venezuela, Ecuador, San Martín y otras calles. De noche se llena de oscuras soledades que lo han vuelto inseguro y fantasmal.

Aparte de su tendencia corporativa, el sector manifiesta una vocación cultural que ha crecido en los últimos años. Es sede del Ballet Folclórico de Antioquia, Barrio Comparsa, Plazarte, Casa Tres Patios y Casa Blanca (la oficina de la Asociación de Entidades Culturales, Asencultura, y de la Casa del Patrimonio, entre otras).

En noviembre de 2000, el caserón construido en 1916 por los hermanos Medina, donde en 1925 se rodaron escenas de la película Bajo el cielo antioqueño, se convirtió en el Teatro Prado del Águila Descalza. La mansión, cuya fachada fue reconocida en 1919 como la más linda de la ciudad, hoy es una prolongación del barrio (cuando se construyó, el sector era parte de Villanueva) y uno de los lugares más visitados de la zona. Ubicada en Chile con Cuba, en 1991 fue declarada bien de valor arquitectónico, cultural y urbanístico de Medellín. Diagonal está la casa donde vivió Estanislao Zuleta, y al otro lado la de la logia masónica. En el barrio también están la sede de la Casa del Teatro, fundada y dirigida por el dramaturgo y cardiólogo Gilberto Martínez, la de la agrupación Teatriados y la de la Corporación Arlequín y los Juglares.

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Por sus atractivos turísticos y culturales, vigías del patrimonio y guías de la ciudad han trazado rutas por el barrio para mostrar a los visitantes sus riquezas arquitectónicas. Así como se comenta que aquella casa fue de Peter Santamaría, también se dice que la que hoy es sede del Comité de Rehabilitación perteneció a la familia Posada Ángel. Sin embargo, y como lo ha expresado, por ejemplo, la actriz Cristina Toro, el inventario de viviendas con valor patrimonial y arquitectónico carece de referentes, y no hay placas que recuerden sus antecedentes o los nombres de los que allí habitaron.

Poetizado por escritores como Juan Diego Mejía, Darío Ruiz Gómez (uno de sus cuentos del libro Crímenes municipales transcurre allí), Memo Ánjel y la cronista Margarita Inés Restrepo, Prado parece una dama de alcurnia que perdió su abolengo. Su elegancia pertenece más a su luminoso pasado que al presente. Y todo porque, aun con su memoria urbana, se hunde en olvidos y desidias oficiales.

Algunos nostálgicos todavía recuerdan los días de la Salsamentaria Prado, en la esquina de Palacé con Darién. En Historias del barrio Prado, Ánjel advierte que ese establecimiento era “un imán que atraía muchachos y muchachas de colegio, vecinos escapados de las casas para beberse una cerveza hablando de fútbol o caballos, sirvientas que miraban embelesadas las revistas de amor y hasta monjas que entraban al lugar a comprar cualquier cosa”. Otros evocan la barra de la calle Venezuela, cuando muchachos como Álvaro Botero, Antonio Henao, Carlos Vélez y Fabio de Villa, entre otros, imitaban la pinta y gestos de James Dean en Rebelde sin causa y cantaban canciones de Los Beatles y Los Rolling Stones.

Prado sigue siendo una barriada para caminar, llena de metáforas y símbolos, de voces de sinsontes y loros alborotados. El flâneur le puede extraer jugo a sus calles, a sus columnas graníticas, a sus torreones y ventanas multiformes. Puede embelesarse, por ejemplo, con la Casa Walsingham (tal vez la más bella del barrio), sus cuatro niveles, su arquitectura escocesa, sus rejas forjadas y su misterio. O suspirar con el antejardín elevado de la casa Adrissa-Pompilio.

A veces, al caminar por sus calles anchas, se tiene la impresión de que el barrio se parece a las miradas de los ancianos que se asoman por las ventanas enrejadas a ver pasar su soledad.

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